Arturo Pérez Reverte

                                                    Patente de corso

Los godos del emperador Valente


ARTURO PÉREZ-REVERTE - Finanzas.com XL Semanal 14.9.2015

En el año 376 después de Cristo, en la frontera del Danubio se presentó una masa enorme de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos que buscaban asilo, presionados por el avance de las hordas de Atila. Por diversas razones -entre otras, que Roma ya no era lo que había sido- se les permitió penetrar en territorio del imperio, pese a que, a diferencia de oleadas de pueblos inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados, esclavizados o sometidos, como se acostumbraba entonces. En los meses siguientes, aquellos refugiados comprobaron que el imperio romano no era el paraíso, que sus gobernantes eran débiles y corruptos, que no había riqueza y comida para todos, y que la injusticia y la codicia se cebaban en ellos. Así que dos años después de cruzar el Danubio, en Adrianópolis, esos mismos godos mataron al emperador Valente y destrozaron su ejército. Y noventa y ocho años después, sus nietos destronaron a Rómulo Augústulo, último emperador, y liquidaron lo que quedaba del imperio romano.

Y es que todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado. Que gobernantes irresponsables nos borren los recursos para comprender. Desde que hay memoria, unos pueblos invadieron a otros por hambre, por ambición, por presión de quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y todos, hasta hace poco, se defendieron y sostuvieron igual: acuchillando invasores, tomando a sus mujeres, esclavizando a sus hijos. Así se mantuvieron hasta que la Historia acabó con ellos, dando paso a otros imperios que a su vez, llegado el ocaso, sufrieron la misma suerte. El problema que hoy afronta lo que llamamos Europa, u Occidente (el imperio heredero de una civilización compleja, que hunde sus raíces en la Biblia y el Talmud y emparenta con el Corán, que florece en la Iglesia medieval y el Renacimiento, que establece los derechos y libertades del hombre con la Ilustración y la Revolución Francesa), es que todo eso -Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire- tiene fecha de caducidad y se encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene dinero. Y el dinero mantiene a salvo un rato, nada más.

Pagamos nuestros pecados. La desaparición de los regímenes comunistas y la guerra que un imbécil presidente norteamericano desencadenó en el Medio Oriente para instalar una democracia a la occidental en lugares donde las palabras Islam y Rais -religión mezclada con liderazgos tribales- hacen difícil la democracia, pusieron a hervir la caldera. Cayeron los centuriones -bárbaros también, como al fin de todos los imperios- que vigilaban nuestro limes. Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen ahora oleadas de desesperados, vanguardia de los modernos bárbaros -en el sentido histórico de la palabra- que cabalgan detrás. Eso nos sitúa en una coyuntura nueva para nosotros pero vieja para el mundo. Una coyuntura inevitablemente histórica, pues estamos donde estaban los imperios incapaces de controlar las oleadas migratorias, pacíficas primero y agresivas luego. Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad fueron vencidos, se transformaron o desaparecieron. Y los pocos centuriones que hoy quedan en el Rhin o el Danubio están sentenciados. Los condenan nuestro egoísmo, nuestro buenismo hipócrita, nuestra incultura histórica, nuestra cobarde incompetencia. Tarde o temprano, también por simple ley natural, por elemental supervivencia, esos últimos centuriones acabarán poniéndose de parte de los bárbaros.

A ver si nos enteramos de una vez: estas batallas, esta guerra, no se van a ganar. Ya no se puede. Nuestra propia dinámica social, religiosa, política, lo impide. Y quienes empujan por detrás a los godos lo saben. Quienes antes frenaban a unos y otros en campos de batalla, degollando a poblaciones enteras, ya no pueden hacerlo. Nuestra civilización, afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La mala noticia es que nos pasamos de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que sean oenegés, no fuerzas militares. Toda actuación vigorosa -y sólo el vigor compite con ciertas dinámicas de la Historia- queda descartada en origen, y ni siquiera Hitler encontraría hoy un Occidente tan resuelto a enfrentarse a él por las armas como lo estuvo en 1939. Cualquier actuación contra los que empujan a los godos es criticada por fuerzas pacifistas que, con tanta legitimidad ideológica como falta de realismo histórico, se oponen a eso. La demagogia sustituye a la realidad y sus consecuencias. Detalle significativo: las operaciones de vigilancia en el Mediterráneo no son para frenar la emigración, sino para ayudar a los emigrantes a alcanzar con seguridad las costas europeas. Todo, en fin, es una enorme, inevitable contradicción. El ciudadano es mejor ahora que hace siglos, y no tolera cierta clase de injusticias o crueldades. La herramienta histórica de pasar a cuchillo, por tanto, queda felizmente descartada. Ya no puede haber matanza de godos. Por fortuna para la humanidad. Por desgracia para el imperio.

Todo eso lleva al núcleo de la cuestión: Europa o como queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar económico y social, está roído por dentro y amenazado por fuera. Ni sabe, ni puede, ni quiere, y quizá ni debe defenderse. Vivimos la absurda paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al mismo tiempo pretender que siga intacta nuestra cómoda forma de vida. Pero las cosas no son tan simples. Los godos seguirán llegando en oleadas, anegando fronteras, caminos y ciudades. Están en su derecho, y tienen justo lo que Europa no tiene: juventud, vigor, decisión y hambre. Cuando esto ocurre hay pocas alternativas, también históricas: si son pocos, los recién llegados se integran en la cultura local y la enriquecen; si son muchos, la transforman o la destruyen. No en un día, por supuesto. Los imperios tardan siglos en desmoronarse.

Eso nos mete en el cogollo del asunto: la instalación de los godos, cuando son demasiados, en el interior del imperio. Los conflictos derivados de su presencia. Los derechos que adquieren o deben adquirir, y que es justo y lógico disfruten. Pero ni en el imperio romano ni en la actual Europa hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios confortables. Además, incluso para las buenas conciencias, no es igual compadecerse de un refugiado en la frontera, de una madre con su hijo cruzando una alambrada o ahogándose en el mar, que verlos instalados en una chabola junto a la propia casa, el jardín, el campo de golf, trampeando a veces para sobrevivir en una sociedad donde las hadas madrinas tienen rota la varita mágica y arrugado el cucurucho. Donde no todos, y cada vez menos, podemos conseguir lo que ambicionamos. Y claro. Hay barriadas, ciudades que se van convirtiendo en polvorines con mecha retardada. De vez en cuando arderán, porque también eso es históricamente inevitable. Y más en una Europa donde las élites intelectuales desaparecen, sofocadas por la mediocridad, y políticos analfabetos y populistas de todo signo, según sopla, copan el poder. El recurso final será una policía más dura y represora, alentada por quienes tienen cosas que perder. Eso alumbrará nuevos conflictos: desfavorecidos clamando por lo que anhelan, ciudadanos furiosos, represalias y ajustes de cuentas. De aquí a poco tiempo, los grupos xenófobos violentos se habrán multiplicado en toda Europa. Y también los de muchos desesperados que elijan la violencia para salir del hambre, la opresión y la injusticia. También parte de la población romana -no todos eran bárbaros- ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse con ellos o por propia iniciativa. Ninguna pax romana beneficia a todos por igual.

Y es que no hay forma de parar la Historia. «Tiene que haber una solución», claman editorialistas de periódicos, tertulianos y ciudadanos incapaces de comprender, porque ya nadie lo explica en los colegios, que la Historia no se soluciona, sino que se vive; y, como mucho, se lee y estudia para prevenir fenómenos que nunca son nuevos, pues a menudo, en la historia de la Humanidad, lo nuevo es lo olvidado. Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución; que a veces las cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley natural: nuevos tiempos, nuevos bárbaros. Mucho quedará de lo viejo, mezclado con lo nuevo; pero la Europa que iluminó el mundo está sentenciada a muerte. Quizá con el tiempo y el mestizaje otros imperios sean mejores que éste; pero ni ustedes ni yo estaremos aquí para comprobarlo. Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese trayecto sólo hay dos actitudes razonables. Una es el consuelo analgésico de buscar explicación en la ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es imposible, al menos comprender por qué todo se va al carajo. Como ese romano al que me gusta imaginar sereno en la ventana de su biblioteca mientras los bárbaros saquean Roma. Pues comprender siempre ayuda a asumir. A soportar.

La otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes pensando en los hijos y nietos de esos jóvenes. Para que afronten con lucidez, valor, humanidad y sentido común el mundo que viene. Para que se adapten a lo inevitable, conservando lo que puedan de cuanto de bueno deje tras de sí el mundo que se extingue. Dándoles herramientas para vivir en un territorio que durante cierto tiempo será caótico, violento y peligroso. Para que peleen por aquello en lo que crean, o para que se resignen a lo inevitable; pero no por estupidez o mansedumbre, sino por lucidez. Por serenidad intelectual. Que sean lo que quieran o puedan: hagámoslos griegos que piensen, troyanos que luchen, romanos conscientes -llegado el caso- de la digna altivez del suicidio. Hagámoslos supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo nuevo y mejorarlo; pero no los embauquemos con demagogias baratas y cuentos de Walt Disney. Ya es hora de que en los colegios, en los hogares, en la vida, hablemos a nuestros hijos mirándolos a los ojos.



Es la guerra santa, idiotas 

ARTURO PÉREZ-REVERTE - Finanzas.com XL Semanal 30.8.2014

Pinchos morunos y cerveza. A la sombra de la antigua muralla de Melilla, mi interlocutor -treinta años de cómplice amistad- se recuesta en la silla y sonríe, amargo. «No se dan cuenta, esos idiotas -dice-. Es una guerra, y estamos metidos en ella. Es la tercera guerra mundial, y no se dan cuenta». Mi amigo sabe de qué habla, pues desde hace mucho es soldado en esa guerra. Soldado anónimo, sin uniforme. De los que a menudo tuvieron que dormir con una pistola debajo de la almohada. «Es una guerra -insiste metiendo el bigote en la espuma de la cerveza-. Y la estamos perdiendo por nuestra estupidez. Sonriendo al enemigo».

Mientras escucho, pienso en el enemigo. Y no necesito forzar la imaginación, pues durante parte de mi vida habité ese territorio. Costumbres, métodos, manera de ejercer la violencia. Todo me es familiar. Todo se repite, como se repite la Historia desde los tiempos de los turcos, Constantinopla y las Cruzadas. Incluso desde las Termópilas. Como se repitió en aquel Irán, donde los incautos de allí y los imbéciles de aquí aplaudían la caída del Sha y la llegada del libertador Jomeini y sus ayatollás. Como se repitió en el babeo indiscriminado ante las diversas primaveras árabes, que al final -sorpresa para los idiotas profesionales- resultaron ser preludios de muy negros inviernos. Inviernos que son de esperar, por otra parte, cuando las palabras libertad y democracia, conceptos occidentales que nuestra ignorancia nos hace creer exportables en frío, por las buenas, fiadas a la bondad del corazón humano, acaban siendo administradas por curas, imanes, sacerdotes o como queramos llamarlos, fanáticos con turbante o sin él, que tarde o temprano hacen verdad de nuevo, entre sus también fanáticos feligreses, lo que escribió el barón Holbach en el siglo XVIII: «Cuando los hombres creen no temer más que a su dios, no se detienen en general ante nada».

Porque es la Yihad, idiotas. Es la guerra santa. Lo sabe mi amigo en Melilla, lo sé yo en mi pequeña parcela de experiencia personal, lo sabe el que haya estado allí. Lo sabe quien haya leído Historia, o sea capaz de encarar los periódicos y la tele con lucidez. Lo sabe quien busque en Internet los miles de vídeos y fotografías de ejecuciones, de cabezas cortadas, de críos mostrando sonrientes a los degollados por sus padres, de mujeres y niños violados por infieles al Islam, de adúlteras lapidadas -cómo callan en eso las ultrafeministas, tan sensibles para otras chorradas-, de criminales cortando cuellos en vivo mientras gritan «Alá Ajbar» y docenas de espectadores lo graban con sus putos teléfonos móviles. Lo sabe quien lea las pancartas que un niño musulmán -no en Iraq, sino en Australia- exhibe con el texto: «Degollad a quien insulte al Profeta». Lo sabe quien vea la pancarta exhibida por un joven estudiante musulmán -no en Damasco, sino en Londres- donde advierte: «Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia».

A Occidente, a Europa, le costó siglos de sufrimiento alcanzar la libertad de la que hoy goza. Poder ser adúltera sin que te lapiden, o blasfemar sin que te quemen o que te cuelguen de una grúa. Ponerte falda corta sin que te llamen puta. Gozamos las ventajas de esa lucha, ganada tras muchos combates contra nuestros propios fanatismos, en la que demasiada gente buena perdió la vida: combates que Occidente libró cuando era joven y aún tenía fe. Pero ahora los jóvenes son otros: el niño de la pancarta, el cortador de cabezas, el fanático dispuesto a llevarse por delante a treinta infieles e ir al Paraíso. En términos históricos, ellos son los nuevos bárbaros. Europa, donde nació la libertad, es vieja, demagoga y cobarde; mientras que el Islam radical es joven, valiente, y tiene hambre, desesperación, y los cojones, ellos y ellas, muy puestos en su sitio. Dar mala imagen en Youtube les importa un rábano: al contrario, es otra arma en su guerra. Trabajan con su dios en una mano y el terror en la otra, para su propia clientela. Para un Islam que podría ser pacífico y liberal, que a menudo lo desea, pero que nunca puede lograrlo del todo, atrapado en sus propias contradicciones socioteológicas. Creer que eso se soluciona negociando o mirando a otra parte, es mucho más que una inmensa gilipollez. Es un suicidio. Vean Internet, insisto, y díganme qué diablos vamos a negociar. Y con quién. Es una guerra, y no hay otra que afrontarla. Asumirla sin complejos. Porque el frente de combate no está sólo allí, al otro lado del televisor, sino también aquí. En el corazón mismo de Roma. Porque -creo que lo escribí hace tiempo, aunque igual no fui yo- es contradictorio, peligroso, y hasta imposible, disfrutar de las ventajas de ser romano y al mismo tiempo aplaudir a los bárbaros.


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El cáncer de la gilipollez

El País - XLSemanal - 24/9/2012

No somos más gilipollas porque no podemos. Sin duda. La prueba es que en cuanto se presenta una ocasión, y podemos, somos más gilipollas todavía. Ustedes, yo. Todos nosotros. Unos por activa y otros por pasiva. Unos por ejercer de gilipollas compactos y rotundos en todo nuestro esplendor, y otros por quedarnos callados para evitar problemas, consentir con mueca sumisa y tragar como borregos -cómplices necesarios- con cuanta gilipollez nos endiñan, con o sin vaselina. Capaces, incluso, de adoptar la cosa como propia a fin de mimetizarnos con el paisaje y sobrevivir, o esperar lograrlo. Olvidando -quienes lo hayan sabido alguna vez- aquello que dijo Sócrates, o Séneca, o uno de ésos que salían en las películas de romanos con túnica y sandalias: que la rebeldía es el único refugio digno de la inteligencia frente a la imbecilidad.

Hace poco, en el correo del lector de un suplemento semanal que no era éste -aunque aquí podamos ser tan gilipollas como en cualquier otro sitio-, a un columnista de allí, Javier Cercas, lo ponían de vuelta y media porque, en el contexto de la frase «el nacionalismo ha sido el cáncer de Europa», usaba de modo peyorativo, según el comunicante, la palabra cáncer. Y eso era enviar «un desolador mensaje» e insultar a los enfermos que «cada día luchan con la esperanza de ganar la batalla». Y, bueno. Uno puede comprender que, bajo efectos del dolor propio o cercano, alguien escriba una carta al director con eso dentro. Asumamos, al menos, el asunto en su fase de opinión individual. El lector no cree que deba usarse la palabra, y lo dice. El problema es que no se limita a expresar su opinión, sino que además pide al pobre Cercas «que no vuelva a usar la palabra cáncer en esos términos». O sea, lo coacciona. Limita su panoplia expresiva. Su lenguaje. Lo pone ante la alternativa pública de plegarse a la exigencia, o -eso viene implícito- sufrir las consecuencias de ser considerado insensible, despectivo incluso, con quienes sufren ese mal. Lo chantajea en nombre de una nueva vuelta de tuerca de lo política y socialmente correcto.

Pero la cosa no acaba ahí. Porque en el mentado suplemento dominical, un redactor o jefe de sección, en vez de leer esa carta con mucho respeto y luego tirarla a la papelera, decide publicarla. Darle difusión. Y así, lo que era una simple gilipollez privada, fruto del natural dolor de un particular más o menos afectado por la cosa, pasa a convertirse en argumento público gracias a un segundo tonto del culo participante en la cadena infernal. Se convierte, de ese modo, en materia argumental para -ahí pasamos ya al tercer escalón- los innumerables cantamañanas a los que se les hace el ojete agua de regaliz con estas cosas. Tomándoselas en serio, o haciendo como que se las toman. Y una vez puesta a rodar la demagógica bola, calculen ustedes qué columnistas, periodistas, escritores o lo que sea, van a atreverse en el futuro a utilizar la palabra cáncer como argumento expresivo sin cogérsela cuidosamente con papel de fumar. Sin miedo razonable a que los llamen insensibles. Y por supuesto, fascistas.

Ahora, queridos lectores de este mundo bienintencionado y feliz, echen ustedes cuentas. Calculen cómo será posible escribir una puta línea cuando, con el mismo argumento, los afectados por un virus cualquiera exijan que no se diga, por ejemplo, viralidad en las redes informáticas, o cuando quien escriba la incultura es una enfermedad social sea acusado de despreciar a todos los enfermos que en el mundo han sido. Cuando alguien señale -con razón- que las palabras idiota, imbécil, cretino y estúpido, por ejemplo, tienen idéntico significado que las mal vistas deficiente o subnormal. Cuando llamar inmundo animal a un asesino de niños sea denunciado por los amantes de los animales, decir torturado por el amor sea calificado de aberración por cualquier activista de los derechos humanos que denuncie la tortura, o escribir le violó la correspondencia parezca una infame frivolidad machista a las asociaciones de víctimas violadas y violados. Cuando decir que Fulano de Tal se portó como un cerdo irrite a los fabricantes de jamones de pata negra, llamar capullo a un cursi siente mal a los criadores de gusanos de seda, tonto del nabo ofenda a quienes practican honradamente la horticultura, o calificar de parásito intestinal al senador Anasagasti -por citar uno al azar, sin malicia- se considere ofensivo para los afectados por lombrices, solitarias y otros gusanos. Sin contar los miles de demandantes que podrían protestar, con pleno derecho y libro de familia en mano, cada vez que en España utilizamos la expresión hijos de puta.


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La juez, el fiscal y el Gorrinín

El País xlsemanal 9/9/2012

Parece el título de una película italiana de los años 50, de las de Dino Risi o Vittorio de Sica; pero a diferencia de aquéllas, ésta no tiene puñetera gracia. O sí, según se mire. Para reírte un rato, con desesperación, de este país de payasos. En cualquier caso, situémonos: Galapagar, sierra de Madrid, hace un par de semanas. Protagonista involuntario, un picoleto que en coche oficial verde y blanco, con pirulo y rótulo de Picolandia, transporta a su domicilio a una mujer maltratada. Después se acerca a un estanco a comprar tabaco. A los veinte pasos oye un ruido a su espalda, se vuelve y ve a dos pavos que han roto un cristal del coche y están desvalijándolo por la cara. Echa a correr hacia ellos, y los artistas se abren a toda leche llevándose el gepeese del coche y la cartera del agente con su deneí, su carnet de cigüeño, sus tarjetas de crédito y su permiso de conducir, que tenía en la guantera. El guardia llama por radio a los colegas. Galapagar es un pueblo pequeño, y un par de picos se ponen a buscar a los malos. Empieza la caza del hombre.

Ahora vamos con los malandros. Un español y un moro. El español, conocido en el pueblo como delincuente habitual de toda la vida, tiene 35 tacos, y para que se hagan ustedes idea de la calaña del hijoputa, responde al elegante apodo de Gorrinín: treinta detenciones entre 1997 y 2001, seis durante 2010 y ocho desde enero de este año, fecha de su última salida del talego. O sea, 44 coloquetas en cinco años y sigue en la calle. Entra por una puerta y sale por otra. Para entendernos: una típica criatura maltratada por la injusta sociedad moderna. El consorte también es criatura maltratada típica: se llama Jalil, y según me cuenta un amiguete de confianza que tengo próximo al juzgado local, «no es muy listo, así que mayormente el otro lo lleva para que se coma los marrones, porque como es moro lo sueltan en seguida». El caso es que los dos colegas, tras desparramar el coche y largarse con el botín, están echándole un vistazo a la cartera del picoleto cuando antes de tres minutos de reloj les caen encima los colegas del damnificado. Alto a la Guardia Civil y todo eso. Fin del segundo acto.

Cacheo de rigor. Contra la pared, brazos y piernas separadas. Y cuando están en ello, y uno de los guardias va a registrar al Gorrinín, éste se revuelve de pronto, saca una navaja y le pega al representante de la injusta sociedad que lo maltrata una mojada que, de no apartarse a tiempo el picolino, lo pone mirando a Triana. Pero sólo le alcanza un tajo en el brazo izquierdo -que necesitará seis puntos de sutura en el centro de salud del pueblo-. Los dos se agarran y caen al suelo, el Gorrinín pegando navajazos y el cigüeño ensangrentado, procurando no llevárselos él. Al final vence la ley y el orden, como se veía venir, y al Gorrinín y al Jalil se los llevan esposados al cuartelillo. Diligencias, etc. Al rato, él y el consorte están en el vecino juzgado de Collado Villalba. Y allí empieza el cuarto acto del sainete, que es mi favorito.

El fiscal debe de estar muy ocupado, porque no aparece por ninguna parte. Y como no hay fiscal que fiscalice, la juez de guardia, conforme a lo previsto en el artículo 505.4 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, ordena la inmediata puesta en libertad del Gorrinín y su colega. Sin fianza. Eso sí, con la seria advertencia -a uno que lleva ocho detenciones por robo y lesiones en lo que va de año- de que se presente cada quince días en el juzgado. So pena, si incumple, de afearle seriamente la conducta. Así que al Gorrinín le quitan las esposas y le señalan la salida: puerta, camino y El Viti. Y el ciudadano, con la contrición y pesadumbre que son de suponer, se dirige hacia ella; no sin antes detenerse en la puerta, dirigir una pedorreta a los funcionarios del juzgado y a los guardias que están allí, y anunciar literalmente: «Soy el amo de Galapagar, y no podéis hacerme nada. Ya veréis. Os vais a cagar». Y luego, rascarse los huevos, encender un pitillo e irse a tomar unas cañas.

Ahora hagan ustedes, porfa, el bonito ejercicio de imaginar que al picolo del navajazo se le hubiera ocurrido sacar el fusko durante la pajarraca. Y que en el forcejeo se le hubiera escapado un tiro. O que, por impulso propio del instinto de supervivencia, se lo hubiera pegado a propósito al malo entre ceja y ceja, tras el primer navajazo. Calculen los titulares: respuesta desproporcionada, brutalidad picoleta, fascismo guarro, etcétera. Y los telediarios abriendo con nombre, apellidos, domicilio y foto de primera comunión del guardia. Que podía darse por bien jodido, el infeliz. Iban a salirle fiscales localizables y jueces rigurosos hasta de debajo de las piedras.

http://www.finanzas.com/xl-semanal/firmas/20120909/juez-fiscal-gorrinin-3483.html



Se ruega no escupir al médico

 XLSemanal - 11/6/2012

Centro de atención primaria, antes ambulatorio. Entre pacientes esperando turno, acompañando a una persona que necesita atención, aguardas en el vestíbulo, apoyado en la pared con un libro en las manos. Frente a ti, impreso en fotocopia, un rótulo pegado con cinta adhesiva: «El Colegio de Médicos actuará por vía penal contra toda clase de insulto o agresión hacia el personal de este Centro». Al lado, otro de las mismas características referido al Colegio de Enfermeras. Un poco más allá, un tercer cartel: «Se ruega guardar silencio». En la sala de espera hay sólo una veintena de personas, pero el guirigay es espantoso: conversaciones en voz alta, llamadas por el móvil. Parece un mercado. Abundan las protestas a grito pelado, con intención de que las oiga el personal sanitario que anda cerca, en plan estoy citada a las cinco menos cuarto y son menos cinco, qué poca vergüenza, mira qué tranquilas van las enfermeras y nosotros aquí, esperando, menuda pandilla de golfos, etcétera. Todo eso, expuesto con la zafia prosodia que manejamos los españoles en nuestras relaciones con el prójimo. Por supuesto, hay varias señoras de pie y varios fornidos varones sentados, mirando al vacío como si no las vieran.

Con quince minutos de retraso -plazo razonable, dado el trajín y la acumulación de gente-, entras en la consulta acompañando al paciente. Un médico con claros síntomas de agotamiento atiende sin levantar la cabeza mientras rellena los impresos adecuados. Y cuando a una de sus preguntas el paciente responde: «Desde las vacaciones», el doctor levanta por primera vez la cabeza, lo mira sarcástico y comenta: «Yo no tengo vacaciones». Luego procede al reconocimiento, mientras a través de la puerta cerrada llega el espantoso vocerío que continúa afuera, los gritos y las desconsideradas conversaciones en voz alta.Toca ir a urgencias. Como ahí la peña anda más perjudicada, el griterío es menor. Algo. Pero no faltan conversaciones telefónicas, voces en alto y protestas. Por la espera, por la falta de asientos, por no poder fumar, porque no hay máquina de café y refrescos. Todo cristo tiene algún agravio sanitario que exponer, directa o indirectamente, cada vez que asoma alguien del centro. Aguantando estoicas las preguntas, las protestas y los malos modos -con el pretexto de enfermedad propia o cercana, la falta de educación alcanza en lugares como éste extremos inauditos-, dos cansadas enfermeras, con una buena voluntad digna de elogio, se ocupan de todo con mucha mano izquierda, resignación y envidiable sangre fría.Llaman a un paciente. Fulano de tal. No aparece. Alguien comenta que se ha ido, cansado de esperar. No sería tanta urgencia la suya, piensas, aunque procuras no manifestarlo en este ambiente más bien hostil. El próximo paciente es una señora joven, musulmana, con pañuelo en la cabeza, acompañada por su marido, que se levanta para escoltarla. No puede venir usted, dice una enfermera. En urgencias sólo entran los pacientes. Entonces, el marido monta una bronca espantosa. Él no deja sola a su mujer allí dentro, y todos son unos racistas. Él conoce sus derechos. Sale un médico. Intenta convencerlo. El otro levanta más la voz. Racistas, insiste. Al final, claro, entra con la mujer. Entonces todos los pacientes, que habían estado callados mientras las enfermeras y el médico se enfrentaban al marido, estallan en comentarios. Podían irse a que los atendieran en su tierra, y cosas así. Un par de ellos sacan el móvil y se ponen a contar el episodio a su familia, amigos y vecinos. A gritos. Mira tú el moro. Etcétera.Sales al pasillo y vuelves a la sala de espera. Bajo los carteles que piden silencio, el vocerío es insoportable. Zumba la colmena de conversaciones en voz alta, ordinariez, descortesía y comentarios despectivos sobre el funcionamiento de la sanidad pública española. Se cae la cara de vergüenza, dicen. Y todo eso. Por un momento sientes el impulso de levantar la voz, como todos, para decir: «Tenéis una sanidad pública que no os merecéis, tontos del culo. Que no nos merecemos. Una sanidad fantástica. Gracias deberíamos dar por que esto todavía aguante. Que a saber cuánto dura. En vuestra puta vida, en la nuestra, podríamos pagarlo de nuestro bolsillo. ¿Quién os habéis creído que somos?».Es lo que te pide el cuerpo decir. Pero no lo haces, claro. En vez de eso, cierras el pico y te apoyas en la pared bajo los carteles donde se advierte a quienes insulten o golpeen a médicos y enfermeras. Luego abres el libro que traías, haciendo como que lees; mientras, en efecto, se te cae la cara de vergüenza.

http://www.perezreverte.com/articulo/patentes-corso/686/se-ruega-no-escupir-al-medico/   

Los Amos del Mundo


(Artículo de Arturo Pérez-Reverte, publicado en ‘El Semanal’ el 15 -11- 1998).

http://xlsemanal.finanzas.com/web/articulo_complementarios.php?id_edicion=3687&id_articulo=37397&id=18009&p=magazine


Usted no lo sabe, pero depende de ellos. Usted no los conoce ni se los cruzará en su vida, pero esos hijos de la gran puta tienen en las manos, en la agenda electrónica, en la tecla antro del computador, su futuro y el de sus hijos.

Usted no sabe qué cara tienen, pero son ellos quienes lo van a mandar al paro en nombre de un tres punto siete, o un índice de probabilidad del cero coma cero cuatro.
Usted no tiene nada que ver con esos fulanos porque es empleado de una ferretería o cajera de Pryca, y ellos estudiaron en Harvard e hicieron un máster en Tokio, o al revés, van por las mañanas a la Bolsa de Madrid o a la de Wall Street , y dicen en inglés cosas como long-term capital management, y hablan de fondos de alto riesgo, de acuerdos multilaterales de inversión y de neoliberalismo económico salvaje, como quien comenta el partido del domingo.

Usted no los conoce ni en pintura, pero esos conductores suicidas que circulan a doscientos por hora en un furgón cargado de dinero van a atropellarlo el día menos pensado, y ni siquiera le quedará el consuelo de ir en la silla de ruedas con una recortada a volarles los huevos, porque no tienen rostro público, pese a ser reputados analistas, tiburones de las finanzas, prestigiosos expertos en el dinero de otros. Tan expertos que siempre terminan por hacerlo suyo. Porque siempre ganan ellos, cuando ganan; y nunca pierden ellos, cuando pierden.

No crean riqueza, sino que especulan. Lanzan al mundo combinaciones fastuosas de economía financiera que nada tienen que ver con la economía productiva. Alzan castillos de naipes y los garantizan con espejismos y con humo, y los poderosos de la Tierra pierden el culo por darles coba y subirse al carro.

Esto no puede fallar, dicen. Aquí nadie va a perder. El riesgo es mínimo. Los avalan premios Nóbel de Economía, periodistas financieros de prestigio, grupos internacionales con siglas de reconocida solvencia.

Y entonces el presidente del banco transeuropeo tal, y el presidente de la unión de bancos helvéticos, y el capitoste del banco latinoamericano, y el consorcio euroasiático, y la madre que los parió a todos, se embarcan con alegría en la aventura, meten viruta por un tubo, y luego se sientan a esperar ese pelotazo que los va a forrar aún más a todos ellos y a sus representados.

Y en cuanto sale bien la primera operación ya están arriesgando más en la segunda, que el chollo es el chollo, e intereses de un tropecientos por ciento no se encuentran todos los días. Y aunque ese espejismo especulador nada tiene que ver con la economía real, con la vida de cada día de la gente en la calle, todo es euforia, y palmaditas en la espalda, y hasta entidades bancarias oficiales comprometen sus reservas de divisas. Y esto, señores, es Jauja.

Y de pronto resulta que no. De pronto resulta que el invento tenía sus fallos, y que lo de alto riesgo no era una frase sino exactamente eso: alto riesgo de verdad.

Y entonces todo el tinglado se va a tomar por el saco. Y esos fondos especiales, peligrosos, que cada vez tienen más peso en la economía mundial, muestran su lado negro. Y entonces, ¡oh, prodigio!, mientras que los beneficios eran para los tiburones que controlaban el cotarro y para los que especulaban con dinero de otros, resulta que las pérdidas, no.

Las pérdidas, el mordisco financiero, el pago de los errores de esos pijolandios que juegan con la economía internacional como si jugaran al Monopoly, recaen directamente sobre las espaldas de todos nosotros.

Entonces resulta que mientras el beneficio era privado, los errores son colectivos, y las pérdidas hay que socializarlas, acudiendo con medidas de emergencia y con fondos de salvación para evitar efectos dominó y chichis de la Bernarda.. Y esa solidaridad, imprescindible para salvar la estabilidad mundial, la paga con su pellejo, con sus ahorros, y a veces con su puesto de trabajo, Mariano Pérez Sánchez, de profesión empleado de comercio, y los millones de infelices Marianos que a lo largo y ancho del mundo se levantan cada día a las seis de la mañana para ganarse la vida.

Eso es lo que viene, me temo. Nadie perdonará un duro de la deuda externa de países pobres, pero nunca faltarán fondos para tapar agujeros de especuladores y canallas que juegan a la ruleta rusa en cabeza ajena.

Así que podemos ir amarrándonos los machos. Ése es el panorama que los amos de la economía mundial nos deparan, con el cuento de tanto neoliberalismo económico y tanta mierda, de tanta especulación y de tanta poca vergüenza.


(Artículo de Arturo Pérez-Reverte, publicado en ‘El Semanal’ el 15 -11- 1998).

http://xlsemanal.finanzas.com/web/articulo_complementarios.php?id_edicion=3687&id_articulo=37397&id=18009&p=magazine

Ese viejo y gran cine español 

Arturo Pérez Reverte - http://www.finanzas.com/xl-semanal - 04/06/2012Llevo tiempo incumpliendo la promesa de dedicar un domingo a mis películas favoritas del cine español. Y de hoy no pasa. Me acordé anoche, cenando con un amigo de los que, como yo, vivieron la infancia y primera juventud en cines de programa doble o sesión continua. Así que estuvimos toda la cena refrescando nombres de películas y directores, e incluso recuerdos comunes de tal o cual estreno. Tengan en cuenta que en materia de cine, y disculpen la chulería de un sexagenario, el mundo actual se divide entre quienes vimos estrenar Ben-Hur, Del infierno a Texas, Duelo en el Atlántico o Misión de Audaces -ese pañuelo de la chica en el cuello de John Wayne, antes de volar el puente-, y quienes no. Los que llegaron luego tuvieron otras cosas. Incluso mejores, tal vez. Pero no ésas. Nunca estuvieron a oscuras en un cine de acomodador y linterna, comiendo pipas mientras en la pantalla sonaba tatachán, tatachán,y aparecía el rótulo de El puente sobre el río Kwai.

Por supuesto, mi lista de cine patrio es larga. Incluye películas de los últimos treinta o cuarenta años, con títulos fundamentales entre los que tengo especial afecto a La escopeta nacional, Los santos inocentes, Las cosas del querer -en mi opinión tan notable como las dos anteriores-, Los lunes al sol, Como un relámpago, Las bicicletas son para el verano, Bajarse al moro -esos entrañables hermanos Juan Echanove y Verónica Forqué-, Mujeres al borde de un ataque de nervios y El día de la bestia, entre otras, sin olvidar mi favorita de esa época: El crack, de José Luis Garci. Esa escena inmortal del inmenso Alfredo Landa, pistola bajo la mesa, diciéndole a Cervino: «Baretta, dame el mechero o te vuelo los huevos» figura en mi santoral privado del mejor cine hecho en España.

Sin embargo, pese al respeto y admiración que tengo por esas películas magníficas, el cine español que de verdad me pone caliente es anterior, de los años sesenta para atrás. Casi todo está rodado en blanco y negro, aunque hay excepciones. En color se rodó Los tramposos -una de mis grandes debilidades, con los sublimes Tony Leblanc y Antonio Ozores en la secuencia genial del timo de la estampita-, Tres de la Cruz Roja y también Cateto a babor; que pese a las apariencias de comedia sensiblera con niño, es un recital interpretativo del gran Alfredo Landa. Pero es en blanco y negro, como digo, donde para mí se encuentra el más valioso tesoro cinematográfico español. Películas, algunas de ellas verdaderas obras maestras, que inexplicablemente no pueden encontrarse en el comercio y nunca pasan por televisión, pues el blanco y negro espanta a la audiencia.

Así que tomen nota de mi lista, si les apetece, y ustedes verán. O no verán. Pero les aseguro que si un día ponen en la tele Plácido, La caza, Surcos, El escándalo, Tarde de toros o Mi tío Jacinto, y se niegan a verlas porque no son en colorines como Sálvame o Gran hermano, los interesados merecen soñar cada noche, el resto de su vida, con Belén Esteban en vez de con la Sarita Montiel de El último cuplé -ésa es en color, por cierto-. Por idiotas. Recuerden de todas formas, que la mía es una lista personal e incompleta, sujeta a error y a olvidos. Incluso a factores difíciles de explicar. En cabeza figura la que considero obra cumbre de nuestro cine, no sólo por la historia que cuenta, sino por la España que disecciona con fría crueldad: Calle Mayor. Para los amantes de lo policíaco, misterioso o fantástico, me parecen ineludibles El clavo -magníficos Rafael Durán y Amparo Rivelles- y la extraña La Torre de los Siete Jorobados. En folklore hispano tengo tres debilidades notorias: La María de la O que interpretaron Carmen Amaya y Pastora Imperio, Morena Clara, y el gran Manuel de Luna guitarreando a Juanita Reina en La Lola se va a los puertos. En materia de comedia española, mi lista, que ahí es muy larga, la encabeza Atraco a las tres, que considero obra maestra absoluta, seguida por El verdugo, Bienvenido míster Marshall y El tigre de Chamberí. Como western hispano de calidad, imposible no citar la magnífica Carne de horca; y en lo que a cine épico y de aventuras se refiere, nuestra particular versión de Tres lanceros bengalíes se llama Harka, de valor documental irrepetible. Sin olvidar la todavía conmovedora Los últimos de Filipinas, o una joya del cine de guerra y resistencia: la película maldita del falangista Carlos Arévalo Rojo y negro, prohibida por el franquismo, con una subyugante Conchita Montenegro y un final desolador que trasciende cualquier simpleza ideológica. Pero a esa película modernísima, turbia, dura y fascinante, ya le dediqué una página entera aquí, hace años.



http://www.finanzas.com/xl-semanal/firmas/20120603/viejo-espanol-2695.html


Bruto es un hombre honrado


Arturo Pérez-Reverte 18/05/201
http://www.finanzas.com/xl-semanal/firmas/20120520/bruto-hombre-honrado-2565.html


El tercer acto de la tragedia Julio César contiene un ejemplo interesante de lo que, desde la Logse o por ahí cerca, llamamos comprensión lectora, y que hasta hace poco se conocía por simple sentido común. Para levantar al pueblo romano contra Bruto y los otros asesinos de César, el Marco Antonio de Shakespeare empieza su famoso discurso aludiendo varias veces a Bruto como «un hombre honrado». Y el pueblo, voluble pero no completamente imbécil, termina captando el sentido de la ironía y acaba queriendo hacer picadillo a los magnicidas. Dicho de otra forma, la comprensión lectora de los romanos fue en este caso, y en términos generales, la apropiada.

No sé qué suerte correrían Marco Antonio y su discurso, de difundirse a través de lo que hoy llamamos redes sociales. Si algo caracteriza lo que circula es la superficialidad y falta de rigor. A más simpleza, mayor difusión. Por situar un ejemplo, un mensaje típico de Twitter sería: «Dice Einstein que todo es relativo», seguido de treinta mil comentarios a favor o en contra de que todo sea relativo: un tercio de ellos procedentes de quienes no saben quién fue Einstein, y otro tercio escrito por osados analfabetos que no es ya que ignoren quién fue Einstein, sino que ignoran el significado de la palabra relativo.

Salvando categorías, citaré un caso personal. Hace poco, elogiando Grupo 7 en Twitter, me congratulé de que la película muestre también esa otra Sevilla real, turbia, de putas, yonkis, marginación y gentuza que nunca sale en el Hola, en vez de remachar sólo el camelo constante de bares, ferias, semanas santas y carretas camino del Rocío. A los pocos minutos, una página de Internet que no se distingue por el rigor de sus contenidos y reseñas, lanzaba en la red el siguiente titular: Pérez-Reverte: «La Sevilla real son yonkis, putas y gentuza».

A partir de entonces, fue ese mensaje el que empezó a difundirse en la red. Y sobre él, no sobre los razonados mensajes originales, surgió el proceso de viralidad común en estos casos. Alguno de ustedes sabe la que se lio: tres mil tuiteos el primer día y cinco mil la semana siguiente. Con la particularidad de que, tratándose de Sevilla, fértil en cofradías, equipos de fútbol y otras instituciones, una legión de capillitas, penitentes, aficionados al deporte rey, a la hípica, a los toros, a la feria, al flamenco y a las tapas de garbanzos con espinacas, se pusieron como tigres hircanos. Una hora después, unos pedían la retirada de mis libros de las librerías y otros exigían al alcalde que articulara mecanismos legales para prohibirme volver allí. Luego empezaron a intervenir los sensatos, los que saben leer sujeto, verbo, predicado y lo que hay detrás de cada cosa, y el asunto se fue equilibrando hasta derivar en debate, ya ajeno a mí, sobre si había razón o no en mis afirmaciones originales: Sevilla como bella ciudad escasa de autocrítica, barrios marginales, endogamia cultural y otros detalles.

Fue, desde luego, una buena experiencia más sobre la torpe condición humana, la cultura o la ausencia de ella, la inteligencia de los lúcidos y la estupidez fanática de los menguados. Hubo detalles asombrosos. Llevo veinte años escribiendo esta página, que allí se publica con el ABC. Supongo que ciertos ciudadanos me habrán leído alguna vez, y eso incluye artículos premiados sobre Sevilla, dos novelas que escribí con ella como escenario, e innumerables alusiones afectuosas a una ciudad que, además, me concedió el premio de Turismo «por difundir positivamente la imagen de Sevilla en el mundo». Y pese a tales antecedentes, gente culta, sensata, que tiene contexto, que lee periódicos y libros, incluso algunos comunicantes que se declararon lectores míos de toda la vida, juraban no volver a leer un libro escrito por mí. «Lávese la boca cuando quiera hablar de Sevilla». Etcétera.

También, en esto de pasar buenos ratos echando pan a los patos, fue interesante el alto número de sevillanos varones que mencionaron a mi madre como argumento estrella. Nunca había ocurrido antes, aunque llevo tiempo de broncas en Twitter, incluso con nacionalistas furibundos y feministas radicales en materia de lenguaje. Y me parece significativo. Brindo el dato a los sociólogos, a la hora de considerar el peso de las madres en la mentalidad de cierta población masculina de Sevilla. En cualquier caso, hubo dos mensajes notables que atesoré con entusiasmo coleccionista. Uno, famoso al difundirse luego con mucha guasa en la red, fue el que solicitaba para mí la pena de Garrote Bil. El otro, resumen fantástico de todo el disparate, me parece perfecto para ilustrar este artículo: «Debe pedir perdón por ofender a todos los andaluces y todas las andaluzas». O sea: España resumida en dos tuits.

http://www.finanzas.com/xl-semanal/firmas/20120520/bruto-hombre-honrado-2565.html

La percha de Mingote

Arturo Pérez-Reverte -El País Semanal 12/05/2012



Una tarde de hace nueve años, mientras esperaba en mi entonces mesa habitual del café Gijón a que los miembros de la RAE votaran sobre mi candidatura, uno de los viejos camareros, que me conocía desde que entré por primera vez en el café siendo un jovencito imberbe, me dijo: «Hubo un tiempo en que tener una silla reservada aquí era más importante que tener un sillón en la Academia». Y tenía razón. Pero lo que pude averiguar más tarde, una vez dentro, es que había algo aun más importante que un sillón con tu letra en la sala de plenos, e incluso que una mesa reservada en el Gijón: el perchero del vestíbulo de la RAE, con sus perchas de bronce y su bastidor de madera con huecos para el bastón o el paraguas.

Tanto me asombró el descubrimiento, que a las pocas semanas le dediqué un artículo en esta misma página. El perchero de la Academia, se titulaba. En él explicaba su protocolo centenario: cada académico tiene su percha, identificada con el nombre, y debajo encuentra los jueves el correo que recibe. Las perchas, excepto la del director, se asignan por orden de antigüedad. Y con el paso del tiempo, los académicos que mueren dejan su lugar vacante; de manera que los que vienen detrás avanzan percha a percha. Las vacantes deberían producirse entre los académicos de más edad, pero no siempre es así. Nombres de venerables abueletes ocupan desde hace décadas algunos de los lugares más antiguos, enrocados allí mientras compañeros más jóvenes se quedan por el camino. Son loterías de la vida, registrada puntualmente en ese viejo marcador que nos recuerda, cada jueves, cómo, cada uno a su paso, nos encaminamos todos a la muerte. En lo que a mi nombre se refiere, en noviembre del 93, cuando escribí aquel artículo, ocupaba la penúltima percha, entre Margarita Salas y José Manuel Sánchez Ron. Hoy tengo diecisiete por detrás.

El último hueco en el perchero me ha dejado en el corazón un agujero del tamaño de un disparo de postas: Antonio Mingote era uno de los hombres más afectuosos y cabales que conocí en mi vida. Uno de esos venerables abuelos a los que antes me refería, y que dan a la Academia el tono, el prestigio y la solera. Sobre Antonio se ha dicho tanto en las últimas semanas -algunas veces España deja de ser madrastra ingrata y hace justicia a los mejores,- que insistir aquí sería remachar lo obvio. Pero no puedo dejarlo irse sin más. Desde que entré en la RAE formábamos parte de la misma comisión del Diccionario, la de Ciencias Humanas; y cada jueves, antes del pleno, nos reuníamos para revisar las definiciones que esa semana tocaban en suerte. Su bondad extrema, su fina caballerosidad, los ejemplos gráficos que garabateaba en los márgenes de las definiciones -conservo como un tesoro el dibujo de la palabra canalillo-, lo hacían entrañable. Silvia, la guapa filóloga de nuestra comisión, lo amaba en secreto. O sin él. En realidad lo amábamos todos.

La comisión. No pueden imaginarse lo atrozmente viejo que puedo sentirme estos días, al asistir a ella. Lo incómodamente superviviente, cuando después de colgar mi mochila en el perchero compruebo que la tarjeta con mi nombre se ha movido de nuevo, avanzando otro puesto. Cuando entro en la salita donde nos reunimos, veo desocupado el lugar de Antonio Mingote y pienso en los huecos que he visto producirse en torno a esa mesa: el queridísimo Antonio Colino, el sensato Castilla del Pino, el muy fumador Ángel González, el excéntrico almirante Álvarez-Arenas, a quien cada tarde saludaba cuadrándome con un taconazo que él agradecía con una sonrisa guasona de sus ojos azules... Sólo dos de quienes hace casi una década me dieron la bienvenida siguen en esa comisión: Gregorio Salvador y José Luis Sampedro. Los otros, Javier Marías entre ellos, vinieron después. Sampedro acude siempre que la salud se lo permite, pero el veterano Gregorio no falla nunca. Está allí jueves tras jueves, ejemplo de académicos perfectos, dando tono y magisterio. Él y unos pocos más son los últimos nombres legendarios de aquella Academia en la que ingresé tímido y de puntillas, pidiendo perdón por hacerlo. Todavía lo pido cuando me siento en la comisión del Diccionario, a la derecha de Gregorio Salvador -a la izquierda se sentaba Mingote-, y lo miro respetuoso, como un fiel perro de caza miraría a su amo, esperando el dictamen docto, la autoridad definitiva sobre esto o aquello. En la RAE quedan pocos de los grandes; aunque, por suerte para quienes hablamos la lengua española, allí siguen. Y todavía se les escucha, para irritación de analfabetos e imbéciles. Después, que corra el perchero y el diablo nos lleve a todos.


http://www.finanzas.com/xl-semanal/firmas/20120506/percha-mingote-2467.html
   




Madrid, tapas y putas

XLSemanal - 16/4/2012


 A veces, cuando tecleo con nostalgia de guillotina y blasfemo en exceso, algún lector me reprocha que no aporte soluciones, recursos o vías alternativas. Que no practique la blasfemia constructiva. Pero tengo respuesta para eso. Si tuviera soluciones en el canuto mágico, napalm aparte, cobraría más por esta página, y en vez de Patente de Corso la llamaría Tres en Uno. Como no las tengo, me limito a despacharme a gusto. Todo sea por evitar la concentración de ácidos y la úlcera. Eso no quita para que a veces también se me ocurra algo útil. Socialmente enriquecedor. Me pasó ayer, paseando por el centro de Madrid. Ahora que todo son ofertas a bajo precio, rutas hosteleras y recorridos urbanos que mezclan cultura y gastronomía, es buen momento para que el Ayuntamiento se plantee un recorrido turístico que tenga como punto fuerte la calle Montera, en pleno centro de la villa. Molaría un huevo. Figúrense el eslogan en los aeropuertos y vallas publicitarias de medio mundo: Madrid, tapas y putas. Sugiero como imagen institucional, por ejemplo, el oso del madroño con tacón de aguja, medias de rejilla y una loncha de jamón ibérico en la liga. Con la banderita de España.

Dirán ustedes que a buenas horas iban a menudear las lumis en horas punta por los centros turísticos de ciudades serias. Que de ningún modo permitirían las autoridades de París o Roma, por citar dos, que la orilla izquierda del Sena o la plaza Navona se llenaran de escotadas y faldicortas señoras proponiendo echar un polvete. Pero es que ni París ni Roma, para su envidia cochina, son capitales de nuestra deliciosa España plural, donde la violencia particular, e incluso la sindical, gozan de impunidad casi absoluta; pero cualquier ejercicio de autoridad legítima se considera acto de represión totalitaria filofascista. La ventaja de Madrid y su calle Montera, además, es que no hay que mover un dedo ni invertir un euro. Todo está hecho y consagrado. Bastaría con oficializar la numerosa iniciativa privada existente. Imaginen el impacto mediático y el gancho para las agencias de viajes, los reclamos publicitarios a tono con el perfil cada vez más definido de nuestra oferta vacacional, en este país donde las únicas profesiones con futuro son las de puta y la de camarero. España, sol y chusma. Madrid, chanclas y zorras. Como moscas, se lo aseguro. Los turistas acudirían como moscas a un plató de Sálvame.

Porque ya me dirán. A ver dónde puede disfrutarse de un espectáculo semejante. En el corazón turístico de la capital, a dos pasos de la Puerta del Sol, en una calle comercial hasta arriba de gente, uno puede ocupar cualquier mesa en la docena de terrazas de bares que hay allí, con la familia o los amigos, y empaparse del espectáculo fascinante que se trajina alrededor: putas rumanas, ucranianas, nigerianas, españolas, solas o en grupos, fumando un pitillo, mascando chicle, bebiendo café en vasos de plástico, apoyadas en paredes, papeleras y farolas con sugerente indumento del oficio, diciéndole hola guapo al que se pone a tiro, taconeando por aquí y por allá entre las mesas de los bares y la comisaría de policía que está a pocos metros, mezcladas sin pegas con la densa multitud, entre señoras más o menos respetables que caminan solas y a lo suyo, confundidas con las chicas que hablan por el móvil esperando a alguien y que a veces tienen que aclarar que no están ahí para ocuparse. Cruzándose con niños que corretean de un lado para otro mientras sus papis abarrotan las terrazas de los bares y contemplan el paisaje: un centenar largo de furcias, lumis, pencurias, descosidas, busconas, calloncos, alcataras, baguizas, buscarroldanes, gananciosas, grofas, guarris, ambladoras, acechonas, andorras, atizacandiles, bujarras, cantoneras, corsarias, daifas, marcas, izas, rabizas, colipoterras de toda clase, color y pelaje quietas o en movimiento entre Sol y Gran Vía, trufadas entre la multitud transeúnte, los cochecitos con niños y las abuelas. Ladeándose para dejar paso a las familias que entran en la hamburguesería de la esquina. Fotografiadas por turistas, rondadas por pelmazos, negociando tarifas, discutiendo con tacaños o indecisos, rascándose el chichi mientras bostezan entre miradas y sonrisas mecánicas dirigidas a los jambos que pasan cerca, con el honorable gremio de chulos atento en la puerta de los casinillos de tragaperras y los putishops.

Madrid, tapas y putas
. Reconozcan que les pone. Está feo que lo pondere yo mismo, pero me parece eficaz. Brillante, incluso. A ver si se lo cuenta alguien a la alcaldesa Ana Botella. Para que luego digan que voy de gruñón y tal. Que no aporto.



Al borde del Titanic
 XLSemanal - 01/04/2012

Parece que fue ayer, y ya ven. La noche del próximo 14 de abril toca aniversario: cien años justos desde que el Destino, que tiene ganas de guasa, puso un iceberg en mitad de la ruta del Titanic. Barco publicitado como insumergible, tecnología ultramoderna, primer viaje, 2.228 personas a bordo entre pasajeros y tripulantes. La mar lisa como un plato. Y zaca. Cubitos de hielo en la cubierta de estribor, desgarro bajo la línea de flotación, y al fondo. Millar y medio de ahogados preguntándose cómo ha podido pasarme esto. Glú, glú. Después, un siglo de leyenda, libros, películas: la de Kate Winslet y Leonardo di Caprio, estupenda. La protagonizada por Clifton Webb, prescindible y mediocre, incluso mala. La mejor, en mi opinión, la más rigurosa y perfecta –la he visto docenas de veces, y sigo haciéndolo– es La última noche del Titanic, dirigida por Roy Baker sobre un guión nada menos que de Eric Ambler, basado a su vez en un libro conciso y magnífico de Walter Lord, A Night to remember –así se titula la película en inglés–, que ninguna de las obras posteriores logró superar nunca. El libro de Lord, publicado en 1954, acabo de verlo en bolsillo, recién reeditado, con el mismo título: La última noche del Titanic. Así que quien quiera saber exactamente lo que ocurrió a bordo entre el 14 y el 15 de abril de 1912, no sé a qué espera, si tiene una librería cerca. O lejos.

Ignoro si les pasa a ustedes. A mí, aquella tragedia me trae a la cabeza naufragios y desastres más recientes. Y como ese Destino al que mencionaba antes no tiene sentimientos y le gustan las paradojas, y por otra parte soy de los que imaginan a una especie de dios borracho, o bromista cósmico, tronchándose de risa con los afanes de las miserables hormigas que corremos bajo su bota, la coincidencia de fechas entre el aniversario del Titanic y la que está cayendo no me parece casual. Por el contrario, creo que todo responde al mismo plan. A la naturaleza de las cosas. A la misma estupidez colectiva que ahora ocupa el lugar de la inteligencia y el ingenio que durante siglos nos hicieron progresar y ser mejores, hasta que dejamos de serlo.

No sé si consigo explicarme. Consideren lo que el Titanic simboliza hoy. Las tripas del asunto. Dejen de lado la parte sentimental, si pueden. La compasión natural por las víctimas, las emociones y otros elementos perturbadores del buen juicio. Mírenlo con objetividad fría, como nos mira ese bromista al que me referí antes. Dos mil y pico infelices, desde sofisticados millonarios a emigrantes pobres como ratas, que confiando en la publicidad de la compañía White Star, que califica su barco de insumergible, se instalan alegremente a bordo de un artefacto de acero que pesa 45.000 toneladas, y cuya tendencia natural, si algo falla en la técnica –y la técnica puede fallar siempre–, será irse al fondo por su propio peso. Y no contentos con tentar a la suerte de tal manera, esos pasajeros confían sus vidas a una tripulación en la que los marinos auténticos son minoría. A un sindicato –así los llamó Joseph Conrad– de cocineros, mayordomos y camareros más dedicados al confort del pasaje, a que éste coma bien, duerma cómodo y se divierta, que a la navegación profesional propiamente dicha. Ahora, como guinda del pastel, añadan a eso una compañía naviera dispuesta a hacerse a toda costa con los récords de navegación y los beneficios que ese primer viaje puede traer en cuanto a promoción y venta de pasajes en el futuro. Con lo que tenemos, resumiendo la cosa, un artefacto monstruoso, hijo de la ambición y la arrogancia, lleno de incautos y gobernado por irresponsables, lanzado a veintiuna millas por hora en llena noche atlántica, a través de un mar lleno de icebergs. O sea: bingo.

Y ahora mírenme a los ojos y digan si la historia no suena calentita, a reciente de estos días. Cambien pasajeros por nosotros mismos, tripulantes por entidades financieras, compañía naviera por políticos desvergonzados, incompetentes y embusteros. Cambien la fiesta a bordo, los pasajeros de lujo con sus copas de champaña, los de tercera clase soñando con la vida mejor que podía aguardarles en América, por todos nosotros, nuestros créditos fáciles sobre sueldos que no podían sostenerlos, nuestro derroche, nuestra estupidez suicida, nuestro mirar hacia otro lado a las primeras señales de hielo en el mar. Metan todo eso en un ordenador, oigan. Denle a la tecla enter y saldrá nuestra foto exacta, saludando sonrientes desde la cubierta del barco insumergible, encantados de habernos conocido. Felices de estar ahí. Observen sobre todo nuestra cara de idiotas. Cien años ya, desde el Titanic, y no hemos aprendido nada.




Shopping-fit y otras gilipolleces
Lo juro por Snoopy y el Barón Rojo. Cada vez que me choteo de una estupidez de género y en el acto se descuelga una talibana mentándome a la madre, quiero corregirme. Hallar el camino y ver la luz, como Paulo Coelho. Advierto, por ejemplo, que las ultrarradicales del negocio nunca se meten con las revistas femeninas, e incluso algunas ocupan puestos de responsabilidad en ellas; velando, supongo, para que allí todo sea canónicamente no sexista. Buena será el agua cuando no la maldicen, concluyo. Por eso el otro día decidí sumergirme en busca de doctrina, leyendo una de esas revistas con consejos del tipo Cómo lucir joven a los 80, ¿Quieres oler bien? y Divina de la muerte a todas horas. Así que fui al kiosco. A ver cómo plantean el feminismo práctico, me dije. Con la que está cayendo, habrá algo interesante para reorientar la economía doméstica, encontrar trabajos dignos y cosas así. Algo útil de verdad. Y en efecto; apenas abierta una revista, leí: «Además de ecológica y saludable, la bicicleta para ir al trabajo es muy trendy». Y pensé: promete. Pero me quedé corto. La bici era lo de menos, porque lo delicioso estaba en otro sitio: consejos para que una señora adelgace sin esas vulgaridades de sudar, nadar, correr o pegarse caminatas. Lo trendy es otra cosa, mariposa. Más cool.

Mantenerse en forma desde el sofá, según el texto, está al alcance de cualquiera. La dama en cuestión está viendo Sálvame, por ejemplo; y para quitarse, como es su obligación, esos kilos que sobran después de ir por los niños al cole y calzarse horas de cocina, plancha y fregote al salir del curro, si lo tiene, bastará con ponerse bajo los glúteos unos electrodos que agitan los antedichos glúteos mediante una técnica de autoestimulación llamada Personalfitness Forladies, o algo parecido. Aunque, si la prójima es de natural aventurero, en vez de autoestimularse el fitness sentada puede hacerlo de pie, con un sistema para videoconsola llamado, creo, My Digitalbody is Rich: un simulador de baile que usan las estrellas de Hollywood, «que nos hace levantarnos del sofá para realizar una actividad saludable y compatible». En torno a la tabla de planchar, por ejemplo. O mientras limpia cuartos de baño.

Pero la joya del asunto es el shopping-fit. «De tiendas -dice el artículo, con un par- pero en clave de ejercicio». Para reducir grasas no hay como ir de compras, a ser posible dejando el coche en un parking que obligue a caminar 15 minutos -en Madrid, de Goya a Serrano, sin ir más lejos o too far-. Y si lo dejas en la planta cuarta, mejor. Más escaleras para tu cuerpo. Luego, el truco consiste en «ver tiendas; imagina unas dos horas de trabajo cardiovascular ligero con activación de la circulación». Pero mucho ojo, previene cauto el artículo. No te limites a buscar trapitos que estén a mano. «Enreda también en las estanterías bajas porque te obligarán a realizar flexiones que tonifican los glúteos». El regreso, cargada de bolsas, ofrece también una excelente oportunidad de personal training «equivalente a 15-25 minutos de trabajo cardiovascular a ritmo medio». Y ya puestos a rizar el rizo, si en vez de bolsas de Prada, Farrutx y Loewe -esto no lo dice el artículo, pero se deduce del contexto- la señora va cargada como una mula con bolsas de Carrefour, de Supercor o del mercado del barrio, el trabajo cardiovascular puede ser ya la pera limonera. Echen cuentas. Calculen el nivel, Maribel, de personal training. Completado, a modo de guinda, por un consejo importante: «No olvides tu botellín de agua. El shopping-fit es una actividad que exige estar bien hidratada».

Pero eso no es todo. Lo más trendy para adelgazar, según la revista, es la cama. Estirar las piernas sentada mientras te bajas la cremallera de las botas altas de Manolo Blahnik. Luego, tumbada, rodar la pelvis y apoyar cada vértebra en el colchón «como si tu columna fuese un collar de perlas». Aunque la perla viene luego: «Espero a mi chico sentada sobre los huesecitos del glúteo... Por fin mi pareja se mete en la cama y aprovecho para hacer el último estiramiento con él». En este punto, claro, me lancé ávido sobre esas líneas, dispuesto a aprender, con el nihil obstat de las asociaciones para igualdad de género subvencionadas por la Junta de Andalucía y demás Juntas pero no revueltas, los detalles de dicho estiramiento. Y leí, fascinado: «Lleva tu pierna, flexionada, por encima de tu cuerpo hasta entrar en contacto con el cuerpo de tu chico -sobre maridos normales o pavos de cuarenta para arriba no se especifica nada-. Luego mantén la rodilla apoyada en él durante 20-30 segundos. Salta por encima de tu chico y repite esa posición con la pierna contraria».

Ahora cierren los ojos, e imaginen. Porfa. No me digan que no es trendy.

 http://xlsemanal.finanzas.com/web/firma.php?id_edicion=7167&id_firma=15750

 

 

Urbanismo de género (y génera)

XLSemanal - 05/02/2012


Es cierto que, en materia de latrocinio y poca vergüenza, la Junta de Andalucía y sus paniaguados a sueldo, que son varios, no van más allá de otros gobiernos autonómicos trufados de golfos y maleantes. También es cierto que en todas partes cuecen siglas partidarias; y que, saqueadores aparte, un elevado número de tontos del ciruelo por metro cuadrado, con corbata y coche oficial o como simple infantería, no es exclusivo de ninguna autonomía de esta España discutida y discutible. Sin embargo, respecto al porcentaje de sinvergüenzas y de tontos -incluida la variedad mixta de tontos sinvergüenzas-, el régimen que desde hace tres décadas gobierna Andalucía queda muy bien situado en el palmarés nacional. Aunque ojo. Podrá atribuírsele el logro de una región saqueada, en paro y con índices de indigencia cultural y educativa que a veces lindan con el subdesarrollo; pero ése es detalle que se diluye en el contexto. A ver en qué autonomía no tenemos en nómina -duques y duquesas aparte- a cierto número de políticos ladrones, incompetentes y analfabetos. Sin embargo, lo que no puede regatearse a la Junta andaluza es un lugar de vanguardia en los anales de la imbecilidad oportunista y demagoga de género y génera. Ahí no hay quien moje la oreja a mis primos. Y primas. Nada comparable a una ultrafeminazi andaluza dándole vueltas al magín para justificar las subvenciones que trinca o espera trincar, con un político cerca, en plan compadre y dispuesto a ponerle a tiro el Boletín Oficial.

Déjenme que les cuente la última.
O última que me envían. Ahora, con esto de la piratería digital, la poca lectura y la porca miseria, los juntaletras tendremos que buscar la vida en otros pastos. Yo mismo estoy considerando la posibilidad, a mis años provectos, de hacer oposiciones a ingeniero de montes de la Junta de Andalucía, y aplicar allí un sistema contra incendios forestales que llevo años maquinando, y que no sé cómo a nadie se le ha ocurrido proponer todavía para trincar una pasta oficial enorme: un pino, un cortafuegos; un pino, un cortafuegos. A cortafuegos por pino. Cosas más idiotas o descaradas se han subvencionado allí, en cualquier caso. El asunto es que, en el temario de las oposiciones, hallo una perla australiana: el artículo 50.2 de la ley 12/2007 para la Igualdad de Género en Andalucía. Que reza, con dos cojones:

«Los poderes públicos de Andalucía
, en coordinación y colaboración con las entidades locales en el territorio andaluz, tendrán en cuenta la perspectiva de género en el diseño de las ciudades, en las políticas urbanas y en la definición y ejecución de los planteamientos urbanísticos».

Aparte de no saber qué relación hay entre ser ingeniero de montes y montañas andaluz
y tener perspectiva de género, las preguntas inmediatas son obvias y hasta elementales, querido Watson. Eso, ¿cómo se hace? ¿Cómo se tiene en cuenta la perspectiva de género en el diseño de las ciudades y políticas urbanas? ¿Consultando los arquitectos a las asociaciones radicales feministas antes de trazar calles y plazas, para que les den permiso? ¿Procurando que los pasos de cebra no favorezcan a presuntos maltratadores? ¿Disponiendo aceras paritarias, unas para hombres y otras para mujeres, u obligando a circular por cada vía urbana al mismo número de ellos y ellas? ¿Rebautizando calles para que por cada nombre masculino haya uno femenino? ¿Patrullando con guardias y guardios que, cuando sean policía montada, cabalguen indiscriminadamente caballos machos y yeguas? ¿Procurando que entre los cartones y sacos de dormir que adornan los soportales de la Plaza Mayor de Madrid para deleite de turistas, haya el mismo número de mendigos y mendigas? ¿Que por cada grupo de mariachis, jazz band de ex bolcheviques, o rumano que hace música con vasos de agua, actúe una violinista búlgara, una orquesta de nigerianas o un grupo de mejicanas cantando Allá en el rancho grande? ¿Que cada perroflauta lleve el mismo número de perros que de perras, de flautas que de flautos? ¿Que en los parques juegue por decreto municipal la misma cuota de niños y niñas, y se mantengan turnos rigurosos para columpios y toboganes, con agentes que sancionen a padres y madres, abuelos y abuelas, que incumplan? ¿Que en cada zona de prostitución haya el mismo número de putas que de chaperos? ¿Que nos vayamos todos juntos y juntas a tomar por saco?

Ilústrenme, porfa
. Necesito que alguien me lo explique. Ingeniero de montes, recuerden: pinos, cortafuegos. Oposiciones al caer. Me va el futuro en ello


Sobre imbéciles y malvados

No quiero, señor presidente, que se quite de en medio sin dedicarle un recuerdo con marca de la casa. En esta España desmemoriada e infeliz estamos acostumbrados a que la gente se vaya de rositas después del estropicio. No es su caso, pues llevan tiempo diciéndole de todo menos guapo. Hasta sus más conspicuos sicarios a sueldo o por la cara, esos golfos oportunistas -gentuza vomitada por la política que ejerce ahora de tertuliana o periodista sin haberse duchado- que babeaban haciéndole succiones entusiastas, dicen si te he visto no me acuerdo mientras acuden, como suelen, en auxilio del vencedor, sea quien sea. Esto de hoy también toca esa tecla, aunque ningún lector habitual lo tomará por lanzada a moro muerto. Si me permite cierta chulería retrospectiva, señor presidente, lo mío es de mucho antes. Ya le llamé imbécil en esta misma página el 23 de diciembre de 2007, en un artículo que terminaba: «Más miedo me da un imbécil que un malvado». Pero tampoco hacía falta ser profeta, oiga. Bastaba con observarle la sonrisa, sabiendo que, con dedicación y ejercicio, un imbécil puede convertirse en el peor de los malvados. Precisamente por imbécil.

Agradezco muchos de sus esfuerzos. Casi todas las intenciones y algunos logros me hicieron creer que algo sacaríamos en limpio. Pienso en la ampliación de los derechos sociales, el freno a la mafia conservadora y trincona en materia de educación escolar, los esfuerzos por dignificar el papel social de la mujer y su defensa frente a la violencia machista, la reivindicación de los derechos de los homosexuales o el reconocimiento de la memoria debida a las víctimas de la Guerra Civil. Incluso su campaña para acabar con el terrorismo vasco, señor presidente, merece más elogios de los que dejan oír las protestas de la derecha radical. El problema es que buena parte del trabajo a realizar, que por lo delicado habría correspondido a personas de talla intelectual y solvencia política, lo puso usted, con la ligereza formal que caracterizó sus siete años de gobierno, en manos de una pandilla de irresponsables de ambos sexos: demagogos cantamañanas y frívolas tontas del culo que, como usted mismo, no leyeron un libro jamás. Eso, cuando no en sinvergüenzas que, pese a que su competencia los hacía conscientes de lo real y lo justo, secundaron, sumisos, auténticos disparates. Y así, rodeado de esa corte de esbirros, cobardes y analfabetos, vivió usted su Disneylandia durante dos legislaturas en las que corrompió muchas causas nobles, hizo imposibles otras, y con la soberbia del rey desnudo llegó a creer que la mayor parte de los españoles -y españolas, que añadirían sus Bibianas y sus Leires- somos tan gilipollas como usted. Lo que no le recrimino del todo; pues en las últimas elecciones, con toda España sabiendo lo que ocurría y lo que iba a ocurrir, usted fue reelegido presidente. Por la mitad, supongo, de cada diez de los que hoy hacen cola en las oficinas del paro.

Pero no sólo eso, señor presidente. El paso de imbécil a malvado lo dio usted en otros aspectos que en su partido conocen de sobra, aunque hasta hace poco silbaran mirando a otro lado. Sin el menor respeto por la verdad ni la lealtad, usted mintió y traicionó a todos. Empecinado en sus errores, terco en ignorar la realidad, trituró a los críticos y a los sensatos, destrozando un partido imprescindible para España. Y ahora, cuando se va usted a hacer puñetas, deja un Estado desmantelado, indigente, y tal vez en manos de la derecha conservadora para un par de legislaturas. Con monseñor Rouco y la España negra de mantilla, peineta y agua bendita, que tanto nos había costado meter a empujones en el convento, retirando las bolitas de naftalina, radiante, mientras se frota las manos.

Ojalá la peña se lo recuerde durante el resto de su vida, si tiene los santos huevos de entrar en un bar a tomar ese café que, estoy seguro, sigue sin tener ni puta idea de lo que vale. Usted, señor presidente, ha convertido la mentira en deber patriótico, comprado a los sindicatos, sobornado con claudicaciones infames al nacionalismo más desvergonzado, envilecido la Justicia, penalizado como delito el uso correcto de la lengua española, envenenado la convivencia al utilizar, a falta de ideología propia, viejos rencores históricos como factor de coherencia interna y propaganda pública. Ha sido un gobernante patético, de asombrosa indigencia cultural, incompetente, traidor y embustero hasta el último minuto; pues hasta en lo de irse o no irse mintió también, como en todo. Ha sido el payaso de Europa y la vergüenza del telediario, haciéndonos sonrojar cada vez que aparecía junto a Sarkozy, Merkel y hasta Berlusconi, que ya es el colmo. Con intérprete de por medio, naturalmente. Ni inglés ha sido capaz de aprender, maldita sea su estampa, en estos siete años.


Patente de corso


El tío Gilito y sus secuaces

Decía Unamuno que, cuando en España se habla de honra, un hombre honrado debe ponerse a temblar. Más de uno debió de temblar el otro día, escuchando decir a un poderoso banquero que ahora los bancos serán más compasivos con sus clientes. Es hecho probado que a ningún banquero, de aquí o de afuera, le da acidez de estómago la ruina ajena. Un banquero es un depredador social con esposa en el Hola, un Danglars que traiciona a cuanto Edmundo Dantés cruza su camino, un Scrooge al que se la traen floja los espectros de las navidades pasadas, presentes y venideras, un tío Gilito que hasta con su sobrino el pato Donald -los que leíamos tebeos lo calamos desde niños-, ignora la piedad. Y ni falta que le hace.

De economía no tengo ni idea; pero lo que no soy es completamente gilipollas. Por eso me toca la flor, corneta, que los banqueros maltraten mi sentido común a semejantes alturas de la feria, en esta España donde no hay monumento al sinvergüenza desconocido porque aquí nos conocemos todos. Un infeliz país donde la gente puede verse obligada a cerrar tienda o negocio por equivocarse en su gestión; pero donde ningún banco ni banquero, que llevan años equivocándose en la gestión irresponsable de un dinero que ni siquiera es suyo, pagan el precio de sus errores. Nunca.

Durante mucho tiempo, al socaire ladrillero que el Pepé del amigo Aznar nos legó por sucia herencia, esa panda de golfos, que igual engorda con unos que con otros, concedió préstamos a todo cristo, sin importar la capacidad de devolución de la clientela. A mi hija, por ejemplo, cuando cumplió dieciocho años, le mandaron seductoras cartas ofreciendo créditos para coches, videoconsolas y ordenadores, los hijos de la gran puta. En vez de centrarse en su trabajo de captar dinero y prestarlo bien, los bancos inundaron España de créditos que rozaban lo fraudulento. Lo usual era hipotecar la casa, en un ambiente de euforia que llevó hasta conceder el precio total de la vivienda, tasada por encima de su valor real, a veces con una cantidad suplementaria, también a sugerencia del propio banco. Y esto fue Disneylandia. Alentada, naturalmente, por la estúpida condición humana; por nuestra criminal simpleza, capaz de tragarse que alguien vendiera duros a cuatro pesetas, y que un empleado que ganaba mil quinientos euros al mes pudiera permitirse -«yo también tengo derecho» fue la frase de moda, como si tener derecho equivaliese a tener posibilidades- hipotecarse en una casa de medio millón, coche para el niño y vacaciones en el Caribe.

Al fin, como era de esperar -aunque nadie parecía esperarlo-, todo se fue al carajo, y los bancos quedaron saturados de garantías que no garantizaban nada. De casas que no valían lo que los tasadores de esos mismos bancos dijeron que iban a valer. El resto lo conocemos: los bancos no quisieron asumir las pérdidas. En cuanto al Gobierno, en vez de decirles oye, cabrón, te has equivocado, así que ahora paga por ello, lo que hizo fue darles dinero. Pero, en vez de destinar esa viruta a proteger a sus clientes, lo que hicieron los bancos fue trincarla para mantener su beneficio. Ni un duro menos, dijeron. Y lo que ocurrió, y ocurre, es que el Estado mira y consiente. Un Gobierno tan aficionado a gobernar por decreto como éste podría limitar las comisiones que cobran los bancos en tarjetas, transferencias, cuentas y cosas así. O los sueldos y beneficios de los banqueros. Pero eso, dicen, conculca los principios del Estado liberal. Obviando, claro, que más liberales son Gran Bretaña y Estados Unidos, donde sí han limitado los ingresos de los banqueros. Allí, cuando el Estado da dinero, vigila qué se hace con él. Por eso se ha metido en los consejos de administración de los bancos y ahora vigila desde dentro. Si piden mi apoyo, exijo. Y cuidado conmigo.

Pero esto es España, y los políticos evitan meter mano. Lo hicieron con las cajas de ahorro cuando todo era ya tan disparatado que no quedaba más remedio. Es el lobby bancario quien decide y el Estado el que babea. Nada raro, si consideramos que los principales deudores de los bancos son los sindicatos y los partidos políticos; y que, tanto a esos dos payasos que salen en la tele con pancartas llenas de siglas como a los de corbata y coche oficial, los bancos los tienen agarrados por las pelotas, o -seamos paritarios- por el folifofó. Y mientras el tendero, el del bar, yo mismo si no vendo libros, asumimos nuestras pérdidas y nos vamos a tomar por saco, nuestro banco se las endosa a otros, sin despeinarse. Y tan amigos. Ahora, para más recochineo, están saliendo a bolsa entre sus mismos depositarios.

A sacar más dinero de aquellos a quienes ya se lo sacaron. Haciendo la bola más grande todavía. Y lo que dure, pues oigan. Dura.

Patente de corso

No cabe un tonto más

Me van ustedes a disculpar -o no-, pero la culpa no la tiene el niño, ni sus padres. Alguien debería romper una lanza por esa familia; así que aquí me tienen, rompiéndola. En el asunto del profesor del instituto de La Línea que mentó el jamón en clase, ofendiendo la sensibilidad islámica de un alumno musulmán de trece años, los culpables son otros. Después de todo, el padre que puso una denuncia en comisaría, tras calificar de maltrato escolar el hecho de que se pronunciasen las impuras palabras jamón y cerdo en clase, no hacía otra cosa que demostrar que sabe muy bien dónde está. Que nos ha tomado el pulso. Los hipócritas somos nosotros, ciudadanos socialmente correctos y de limpia conciencia, que después de llenarnos la boca tragándolo todo hasta el fondo porque no vayan a decir que somos intransigentes, xenófobos y fachas, y por el resto del qué dirán, de pronto nos ponemos estrechos y tiquismiquis diciendo que no, oiga. Por Dios. Ahora, la puntita nada más.

Esto es España, oigan. Donde, como dice mi compadre Carlos Herrera, no cabe un tonto más, pues nos caeríamos al agua. Cuando la familia del niño musulmán ofendido por el jamón dirigió sus pasos a la comisaría más próxima, de ingenua tenía lo justo. La movía la certeza absoluta de que, por descabellada que fuese su denuncia, tenía ciertas posibilidades de prosperar. Y no puedo menos que darle la razón. Conociendo el patio.

El maestro, en primer lugar. Menos mal que anduvo prudente y achantó la mojarra. Con la hiperprotección que en España dispensamos a los pequeños cabroncetes, que un niño se levante en clase y le quite la palabra al profesor que está hablando de Geografía y de climas adecuados para la cura del cochino, a fin de exigirle que no ofenda su sensibilidad religiosa, nos parece a muchos lo más natural del mundo. O semos tolerantes, o no lo semos. Respeto a la multiculturalidad, se llama eso. Y si al maestro se le ocurre levantar la voz para decirle al zagal que cierre el pico, o agarrarlo por el pescuezo si se pone flamenco y sacarlo al pasillo, calculen el desparrame. Docente fascista, violencia escolar, xenofobia en las aulas, tertulias de radio y televisión, Internet a tope. Se le cae el pelo, al profe. Niño y encima musulmán, casi nada. Si además llega a ser niña y con pañuelo en la cabeza, abre telediarios.

En cuanto a la policía, imaginen que son el cabo Ramírez, o como se llame, que está echándose un cigarrito en la puerta, y en ésas llega el padre de la criatura y dice que a su hijo le han mentado el jalufo en clase, y que es intolerable. Entonces usted, Ramírez, considera dos opciones. La primera que se le ocurre es mandar al padre y al hijo a tomar por saco; pero, lo mismo que el maestro, sabe perfectamente en qué país imbécil se juega los cuartos. También sabe que, si no se pone a disposición de cualquier fanático oportunista, tramitando tal clase de denuncias, puede ponerse a remojo: xenofobia policial, abuso de autoridad, prevaricación, nocturnidad -son las siete de la tarde- y alevosía. Titulares de prensa, y María Antonia Iglesias, descompuesta de belfo, llamándolo fascista y mala persona en la telemierda. Así que opta por la segunda opción, y tramita. Cayéndosele la cara de vergüenza, pero resignado con su puto oficio y su puta España, va al día siguiente a tomarle declaración al maestro. Y que salga el sol por Antequera.

Ahora, el juez, fiscal o lo que sea. Afortunadamente estaba de guardia uno normal, de los que no buscan salir en los periódicos. Y decidió, con sano criterio, hacer lo que no pudo el cabo Ramírez: mandar al demandante a tomar por saco, como la Justicia hace esas cosas: archivando la denuncia. Mi pregunta es qué habría ocurrido si en vez de tocarle al fiscal Fulano le hubiese caído al fiscal Mengano: uno de los que tocan otro registro y se la cogen con papel de fumar, por si acaso. De los que, en una discusión de tráfico, una conductora llama cabrón a un conductor, éste respondezorra, y empapelan al conductor por conducta machista. Dirán ustedes que es imposible. Que la denuncia del jamón no podía prosperar jamás. Vale. Piénsenlo despacio. Esto es España, recuerden. Paraíso de demagogos y cantamañanas, donde prospera todo disparate. Ahora díganme otra vez que la denuncia nunca iría adelante, por lo menos en fase de diligencias. Díganlo mirándome a los ojos.

Así que, en mi opinión, el digno musulmán hizo perfectamente. No arriesgaba nada. Y si cuela, cuela. Con suerte, incluso habría sacado una pasta para pagarse el viaje a La Meca con la familia. En todo caso, lo seguro es que en la comunidad islámica de su pueblo deben de tenerlo ahora por un hombre santo, honesto mahometano. Todo un tipazo. De estar en su chilaba, yo también lo habría hecho.



Patente de corso




Secadores de aire y otras sevicias

No sé quién es el maquiavélico hijo de puta que diseña los servicios públicos de bares, cafeterías y restaurantes. No puede ser casualidad. Rara es la vez que no salgo blasfemando en arameo. Antes, uno abría el grifo del agua, se lavaba las manos con una pastilla de jabón y las secaba con una toalla más o menos mugrienta, puesta en un toallero o en uno de aquellos chismes donde corría por tramos, o en un servidor de toallas de papel de ésos que hacen clic-clac y sale una. Estaba chupado.

Ya no es así. En algunas tabernas con serrín en el suelo y borracho en la barra, todavía.En locales modernos, ni de coña. Si llegas a un restaurante y sale una pava sofisticada que te tutea, precediéndote hasta una mesa donde, gentileza de la casa, ponen una espuma de erizo deconstruida al jarabe de grosella con virutas de morcilla ibérica, sabes que cuando vayas a lavarte las manos puedes darte por jodido. Siempre que voy al servicio de un restaurante supermegapijo me detengo cauto en el umbral, mirándolo todo como cuando iba a cruzar con Márquez u otros colegas una calle bajo fuego de los malos. A ver dónde están las trampas, me digo. Dónde se esconde el profesor Moriarty: el Napoleón del mal de la fontanería moderna. Diseño incómodo aliado con mínimo esfuerzo y poco desembolso por parte del propietario. Así que, suspicaz, antes de avanzar estudio el lavabo, el toallero, el dispensador de jabón, los pulsadores, y sobre todo las células fotoeléctricas, fotosensibles o como carajo se llamen. Dónde acechan esas malas zorras, considero. Hay días en que me veo como aquel espía de la película Bajo diez banderas, dispuesto a sortear los haces de rayos invisibles que protegían la caja fuerte donde la Kriegsmarine guardaba los secretos del corsario Atlantis.

La luz es lo primero: ese dispositivo que en teoría se enciende cuando entras y se apaga cuando sales, automáticamente, y que en realidad lo hace cuando le sale de los cojones. Entras a oscuras buscando el interruptor de la luz, pero no lo hay. Te paras, sales a explorar, preguntas al camarero, entras de nuevo y pasas un rato moviendo el cuerpo como un idiota hasta que se enciende, o no. Eso, cuando no se apaga a media faena dejándote sin saber a dónde dirigir el chorro. Que levante la mano el lector varón que no ha tenido que abrirse la bragueta a oscuras, apuntando al buen tuntún en la noche procelosa de un restaurante pijo, o miccionar con un mechero Bic quemándole el pulgar de la otra mano. Porca miseria.

Lo del agua es otra. Ahora los grifos son automáticos. O sea, que llegas, pones las manos debajo, y teóricamente sale agua. En realidad, cuatro de cada cinco veces no sale una puñetera mierda. Te quedas esperando en seco, a veces con un poco de jabón líquido que tuviste la imprevisión de ponerte antes, moviendo las manos en vaivén, mientras te miras la cara de gilipollas en el espejo, hasta que descubres que si colocas la muñeca izquierda exactamente a 48 grados de latitud norte del puto grifo, sale un chorro. Con el emocionante plus de que, si el lavabo es de diseño moderno, ese chorro de agua rebotará en el borde y se proyectará fuera alegremente, salpicándote de cintura para abajo.

Lo mismo pasa con los secadores de manos con aire caliente. Lo de menos no es que el aire no salga caliente jamás -aunque algún modelo inesperado puede abrasarte el pellejo en tres segundos-, sino que éste funcione, o no. Por lo general es que no. Como en el grifo, pones las manos mojadas debajo, las mueves de un lado a otro, y verdes las han segado. Otra posibilidad es que haga puuuf cuatro segundos y se apague, y no vuelva a hacer puuuf hasta medio minuto más tarde, tras varios movimientos de manos y atroces juramentos por tu parte. Además, como ya nunca hay toallas para secarte si te refrescas la cara, una bonita variante es cuando te contorsionas con crujido de vértebras para situar el careto bajo el chorro. Ahí pueden darse dos casos: el del chorro abrasador que despelleja, o el intermitente flojito que sale frío. Con lo que sueles volver a tu mesa con las manos y la cara mojadas, y una llamativa mancha de humedad en la salpicada bragueta. La última vez vestía yo chaqueta, corbata y camisa de puños con gemelos; y al presionar con la palma de la mano el dispensador de jabón, éste me proyectó un chorro de gel verde, no sobre la palma, sino sobre el puño blanco de la camisa. Cuando zanjé aquello tenía el puño chorreando; y por supuesto, el secador de aire dijo si te he visto no me acuerdo. Y así volví a mi mesa: secándome las manos con disimulo en el mantel, un puño de camisa mojado y otro no, goteándome la cara y con la bragueta salpicada de agua. Como esos abueletes que no se la sacuden bien al acabar, o tienen el muelle flojo.