Gervasio Sánchez














Fin de una larga pesadilla en Chile



Volví a Chile en septiembre de 1988, días después de que se conmemorase el quinceavo aniversario del golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende. El dictador Augusto Pinochet quería convertirse en presidente elegido por el pueblo y aceptó ser candidato en un plebiscito. Pensaba que después de años de violencia y persecución lo tenía todo bien atado. Ganaría y estaría en el poder hasta al menos 1997, casi un cuarto de siglo.
El dictador Augusto Pinochet acompañado de los comandantes en jefe de las distintas ramas de las Fuerzas Armadas chilenas. Fotografía de Gervasio Sánchez

La Constitución Política de 1980 le había garantizado la presidencia hasta el 11 de marzo de 1989. Tres años antes, en julio 1986, Pinochet admitió en una entrevista que quería continuar al frente de los destinos de Chile. Dos meses después el Frente Patriótico Manuel Rodriguez emboscó a la comitiva del dictador y estuvo a punto de acabar con su vida.

Pinochet creyó salir reforzado del atentado y dos años después consiguió que los comandantes en jefe de las distintas ramas de las fuerzas armadas y el director de los carabineros lo propusieran como candidato a pesar de que existían sectores de la derecha que estaban a favor de apostar por un civil.

El Chile que me encontré en aquel septiembre de 1988 era bien distinto al que conocía. Las manifestaciones de los partidarios del No y el Sí a Pinochet se multiplicaban a lo largo de todo el país. Los canales de televisión emitían propaganda política contraria a Pinochet, algo que nunca se había visto.

En los años de la dictadura se mantuvo un control férreo de los medios de comunicación, especialmente de la televisión, aunque cada semana media docena de publicaciones aparecían en los quioscos con reportajes críticos sobre la dictadura.

Un día encontré un libro con páginas en blanco titulado Hinteligencia militar que se vendía de forma clandestina. El sentido del humor del régimen era nulo. Lo prohibieron porque no les gustó aquella h encabezando el título.

A medida que se iba acercando el 5 de octubre, fecha del plebiscito, el número de periodistas acreditados iba aumentando de forma espectacular. Se habló de dos millares de informadores extranjeros  y centenares de observadores llegados de diferentes países.

El dictador intentaba mostrar una imagen más civilizada. Todavía tengo guardadas las fotografías  que entregaban gratuitamente los promotores de su candidatura  en las que se veía a Pinochet  rodeado de sus nietos, acariciando a niños durante la inauguración de escuelas, protegido por un casco de obra mientras charlaba con los trabajadores.

Había estado muy cerca de Pinochet en varias ocasiones. Su servicio de seguridad era muy eficiente. Permitía trabajar a corta distancia a los fotógrafos acreditados sobre todo si eran extranjeros. Alguna vez se había cruzado su mirada con la mía y yo sólo había visto hielo y desprecio en sus ojos. Lo que sí relucía era la perla que siempre llevaba prendida de su corbata cuando iba vestido de civil.



El dictador Augusto Pinochet vestido de civil en un acto organizado por sus partidarios. Fotografía de Gervasio Sánchez

Los rumores de suspensión del plebiscito se intensificaron la víspera. Un apagón general afectó a la capital y a algunas ciudades importantes. Se supo después que Estados Unidos presionó a Pinochet para que se olvidara de perturbar el proceso político al que se había comprometido. Sus propias encuestas lo daban ya como perdedor.

El referéndum se celebró sin apenas incidentes. Más de siete millones de chilenos votaron ordenadamente, el 98% de los votantes inscritos. A las cinco de la tarde las calles de Santiago estaban custodiadas por los retenes de la policía militarizada. Los primeros sondeos independientes reafirmaban la derrota de Pinochet por un amplio margen de votos.

La situación se tensó a partir de la primera comparecencia del portavoz del ministerio del Interior en la que se anunció que la candidatura pinochetista iba ganando. En el segundo cómputo, referido a apenas 677 de las 22.000 mesas de votación que había en todo el país, el dictador  todavía mantenía una gran ventaja.

Durante las siguientes cuatro horas se instaló el silencio oficial. Pasada la media noche los comandantes en jefes de todas las ramas de las fuerzas armadas acudieron a una reunión de urgencia.

Fernando Matthei, comandante en jefe de la Fuerza Aérea de Chile, se curó en salud y antes de entrar en La Moneda, residencial presidencial, le dijo a un grupo de periodistas oficialistas: “Ha ganado el No, pero estamos tranquilos”. Poco después la principal radio opositora emitió las declaraciones de Matthei. Fue la punzada definitiva.

En sus memorias este general aseguró años más tarde que Pinochet no estaba dispuesto a reconocer los resultados y quería a asumir todo el poder. Alguno de los presentes se opuso enérgicamente. Fue tal la tensión que se vivió que uno de los generales presentes sufrió un ataque al corazón. La actitud de sus compañeros de armas obligó a Pinochet a aceptar la derrota y ordenar la publicación de los resultados definitivos.

Una manifestante opuesta al dictador Pinochet muestra un retrato del presidente Salvador Allende, muerto durante el golpe de Estado de septiembre de 1973. Fotografía de Gervasio Sánchez

Las calles de Santiago fueron ocupadas desde primeras horas de la mañana por decenas de miles de manifestantes que celebraban de forma festiva aquella derrota histórica. Los carabineros chilenos, famosos por brutalidad, se empecinaron en evitar cualquier tipo de concentración. Por todas partes se gritaba “Y ya cayó la dictadura militar” y “Que se vaya, que se vaya”

En las barriadas obreras los manifestantes ocuparon las principales travesías y se enfrentaron a los retenes policiales. En Villa Francia Luis Alberto Silva Jara, un niño de 14 años, fue herido mortalmente por una bala disparada por un carabinero. Su velatorio al día siguiente se convirtió en acto de repulsa contra la violencia gratuita del régimen.

Por la tarde miles de chilenos se concentraron en las principales plazas de la capital y en la Alameda del Libertador Bernardo O´Higgins. Los manifestantes avanzaron hasta el antejardín de la Moneda sin que la policía interviniese. Por primera vez Pinochet podía ver si se asomaba al balcón a sus detractores invitándole a abandonar el poder lo antes posible.

La llegada de los blindados antidisturbios fue el anuncio de que aquella celebración acabaría en una batalla campal. Los policías empezaron a situarse estratégicamente en las calles aledañas con el fin de impedir la huida de los manifestantes cuando empezasen las cargas. Una treintena de fotógrafos y periodistas extranjeros y nacionales fueron el blanco predilecto de los represores.

A mí me salvó el conocimiento que tenía tanto de las calles del centro como de la estrategia que seguía la policía en la represión de las manifestaciones. Y también la suerte. Varios de los informadores tuvieron que pasar la noche hospitalizados  por las palizas recibidas. Los policías aprovecharon el caos para robar algunas cámaras fotográficas. Aquella fue la primera señal de la agonía del régimen militar chileno.

A finales de noviembre de 1989 regresé a Chile para cubrir las elecciones generales. Venía de El Salvador de la guerra abierta y llegaba a “un país a cuatro días de ser libre”. El país andino recuperó la democracia (muy vigilada por los militares) el 11 de marzo de 1990. Pinochet se mantuvo como comandante en jefe del ejército hasta el 10 de marzo de 1998.



Un país a cuatro días de ser libre (1) (Reportaje de tres páginas publicado el 10 de diciembre de 1989)




Sadismo en El Salvador

El asesinato de los jesuitas en El Salvador

Publicado el 29 abril 2012 por Gervasio Sánchez

Mi primer viaje a América Latina duró 82 días entre el 1 de octubre y el 21 de diciembre de 1984. Viajé por México, Guatemala, El Salvador y Nicaragua, Belice. Comí hongos alucinógenos en las ruinas mayas de Palenque, sentí el terror guatemalteco cuando intentaba hacer mi primer reportaje sobre los desaparecidos, presencié el triunfo sandinista, cubrí las primeras negociaciones de paz salvadoreñas.

Lloré como un niño en El Salvador cuando el director de un diario provincial se negó a recogerme una crónica al dictado a cobro revertido porque era muy caro. Conocí a varios de los grandes periodistas españolas e internacionales que me adoptaron al ser el más joven de aquella tribu perdida: entre ellos Ander Landaburu, que trabajaba para Cambio, 16, Joaquin Ibarz para La Vanguardia y Franco Catucci para la RAI.

Aprendí los secretos del periodismo y la fotografía en América Latina. Cuando miro aquellas imágenes primerizas y leo los reportajes de hace casi 30 años siento una gran ternura. Creo que el secreto está en la evolución y ese camino empieza un día determinado. Sólo un genio es capaz de realizar genialidades. A los demás no nos queda más remedio que aprender de nuestros errores.

Ya llevaba cinco años de guerra en guerra cuando aquel lunes 20 de noviembre de 1989 nos juntamos cuatro fotógrafos españoles, entre ellos el ya fallecido Julio Fuentes, alquilamos un taxi y fuimos a Soyapango, a una veintena de kilómetros de San Salvador, donde los guerrilleros seguían combatiendo.

“Tendrán que seguir andando. Yo les espero aquí”, nos dijo el taxista cuando nos encontramos con los primeros cadáveres abandonados. Unos minutos después nos topamos con dos paracaidistas que descansaban a la sombra de un árbol junto a dos guerrilleros muertos. Llevaban más de una semana de continuos combates y estaban muy excitados.
 Un soldado acuchilla a un guerrillero muerto en Soyapango, cerca de San Salvador (El Salvador), durante la ofensiva rebelde de noviembre de 1989. Fotografía de Gervasio Sánchez

 “Este hijo de puta ha matado a mi compañero. Verán lo que hago con él”, gritó uno de ellos  mientras sacaba un cuchillo de su funda y le cortaba las dos orejas. A continuación se levantó, nos sonrío y le ofreció una de ellas a otro soldado más joven que la rechazó con cara de asco.

No contento con la exhibición, desenfundó su cuchillo y asestó una primera puñalada. La hoja del arma se topó con el mango del esternón y se dobló. El soldado lanzó el cuchillo al suelo con furia y pidió a su compañero el suyo. Ya no falló: las quince o veinte puñaladas siguientes entraron limpias. “Hagan fotos. Vacíen sus carretes”, gritaba enfurecido.

Todavía impresionado por lo que había visto llegué al hotel Camino Real donde me encontré a los periodistas españoles comiendo. Román Orozco, enviado especial de Diario 16, me preguntó: “¿Qué vas a hacer con las fotos? ¿Quieres publicarlas en mi diario?”

Le dije que me parecía bien si acordábamos un precio justo. “El viaje en avión hasta aquí me ha costado mil dólares. Esa es la cantidad que tendréis que pagar”, le dije y él aceptó. Buscamos un lugar para revelar diapositivas y mandamos una selección de las imágenes por DHL hacia Madrid. Después tuve que batallar seis meses con el diario madrileño para me pagasen lo pactado.
 
Un guerrillero salvadoreño defiende su posición durante la ofensiva guerrillera de noviembre de 1989.
Fotografía de Gervasio Sánchez


Durante aquella ofensiva guerrillera el toque de queda duraba entre las seis de la tarde y las seis de la mañana. Mi rutina era siempre la misma: regresaba al hotel, me duchaba, cenaba a las siete y me iba a dormir. Me levantaba  a las 3 de la mañana. Escribía la crónica para Heraldo de Aragón y a las seis en punto salía a la calle y la mandaba desde Correos por fax.

Unos meses antes me había llevado una gran sorpresa al solicitar un permiso militar para viajar a una zona conflictiva. El coronel responsable del Comité de Prensa de las Fuerzas Armadas me espetó: “Otra vez te interesa ir a ese lugar. Si ya escribiste una crónica muy divertida de tu último viaje”.

Al ver mi cara de sorpresa abrió un cajón, sacó un fajo de faxes y me mostró el que correspondía a una de mis crónicas. “En Correos tiene orden de mandarnos todos los faxes que se envían en el país”, me explicó. “Coronel, ¿qué pasaría si no les gusta lo que escribo?”, le pregunté a bocajarro. “Aténgase a las consecuencias”, me respondió con frialdad. Pensé que se refería a las listas de periodistas amenazados de muerte por los escuadrones de la muerte que circulaban por El Salvador, pero evidentemente me lo callé.

Aquella mañana salí con mi crónica escrita en la que recogía el acto de sadismo y exhibicionismo del paracaidista del día anterior y me acerqué al hotel Camino Real. Pedí a uno de los conserjes que me enviase el texto por el fax del hotel. Esperé a que me confirmase que se había transmitido correctamente, doblé la página y la escondí en un doble fondo de la bolsa con mis cámaras fotográficas.

Esa tarde regresaba a oscuras a mi hotel unos minutos antes de que empezase el toque de queda. De repente escuché: “Al suelo, al suelo”. Levanté las manos y grité que era periodista. Los soldados ya habían saltado del vehículo y se acercaban corriendo hacía donde estaba. “Te he dicho al suelo, hijo de puta”, me gritó a unos palmos de mi cara el jefe de la patrulla mientras me encañonaba. “Por favor, soy periodista y estoy regresando al hotel”, dije temblando.

El militar me ordenó que me montase en el vehículo militar y le acompañase. Inmediatamente recordé que todavía llevaba la copia de mi crónica en la bolsa y empecé a buscar una explicación por si la encontraban en el registro. Intenté congeniar con los soldados. Les pregunté por sus familias, incluso hablamos de fútbol.

Unos minutos después llegamos a un parque que el ejército había convertido en un campamento militar. Me llevaron hasta una de las tiendas donde estaba el jefe del destacamento. Le enseñé mi acreditación y mi pasaporte y le pedí que llamase al jefe de relaciones públicas del ejército savadoreño para confirmar mi identidad.

Sin apenas mediar palabra el oficial me dijo que podía marcharme. “Señor, ahora sí que estamos en toque de queda, sus soldados me deberían acompañar hasta mi hotel”, le planteé. Me dijo que eso era imposible y me ordenó abandonar el campamento. “Fírmeme al menos un salvoconducto por si me encuentro otra patrulla”, le rogué. Pero el oficial desapareció en el interior de la tienda.
Soldados salvadoreños combatiendo durante la ofensiva guerrillera de noviembre de 1989.
Fotografía de Gervasio Sánchez


Los siguientes veinte minutos nunca los olvidaré. Caminé lo más rápido posible por unas calles desiertas, pasé por delante de la embajada española que había sido tiroteada varias veces por los escuadrones de la muerte, llegué exhausto al hotel. “Te has vuelto loco”, me dijo el señor Stanley, dueño del hostal, cuando me abrió la puerta.

A la mañana siguiente el ministro de Defensa comentó a un grupo de periodistas: “Sabemos lo que ha ocurrido. Estamos buscando a los soldados para castigarlos y a los fotógrafos para convencerlos de la necesidad de no usar esas desagradables imágenes”.

El mismo día que aparecía la imagen en la portada del diario madrileño volaba de regreso a Rio de Janeiro vía Panamá. Por suerte entonces no existía internet para rastrear lo que se publicaba a miles de kilómetros.

Años después un coronel salvadoreño me confesó que los servicios de inteligencia buscaron a fondo a los fotógrafos implicados. “Y no para felicitarlos”, concluyó.


Sangre fríay exhibicionismo en el infierno salvadoreño (Publicado el 22 de noviembre de 1989)

 

   Nicaragua, la década sandinista



Mi primer viaje a Nicaragua fue a finales de octubre de 1984. Tuve que volar desde El Salvador después de que se frustrase mi viaje en autobús al decretar la guerrilla salvadoreña un paro armado de una semana que impedía utilizar los transportes terrestres.

Llegué a Managua más preocupado por mis finanzas que por la guerra entre los sandinistas y la Contra, una guerrilla contrarrevolucionaria financiada por el gobierno estadounidense de Ronald Reagan.

Me había gastado 250 dólares, un dineral de la época, en un billete de avión de ida y vuelta para un viaje que apenas duraba media hora. Me instalé en el hotel más barato del mundo: 200 córdobas, 70 centavos de dólar. Sólo tres años después pagaría algo menos en un cuchitril de China.

Hay que explicar la locura del cambio en aquella Nicaragua, Nicaragüita que se desangraba cada día. Oficialmente el dólar se cambiaba por 28 córdobas. En el mercado negro lo conseguías por 300 córdobas, diez veces más.

Tenías que ir con un saco, pero valía la pena el esfuerzo. De repente te volvías rico porque los restaurantes, los taxistas, los libreros cobraban en córdobas. Sólo los hoteles se tenían que pagar en dólares salvo los baratos.

Los dueños del hotel donde me alojé me dieron una habitación bastante tranquila y me plantearon un curioso negocio: realquilarme mi habitación el sábado y el domingo por la tarde para que algunas parejas pudiesen usarlo durante las horas que yo no estaba.

 

Niños jugando en un blindado destruido en Managua. Fotografía de Gervasio Sánchez

En los restaurantes pedíamos la cuenta antes de que nos trajeran los platos para comenzar a contar billetes. Tardabas mucho tiempo en ordenar los fajos necesarios para pagar el total.

Con 300 córdobas, es decir un dólar, podías comer en el bufet libre de hotel Intercontinental de Managua cuya cocina dependía de un excelente cocinero español, o comprar cinco botellas de ron flor de caña de 375 mm. Con un puñado de córdobas más conseguías el hielo y el limón exprimido para un ejército de bebedores. No era de extrañar que muchos periodistas se quedasen a vivir en Nicaragua durante aquellos años convulsos en Centroamérica.

Los días que nos íbamos a la playa a bañarnos y descansar eran inolvidables. Cuando nos veían llegar unas amables señoras se acercaban corriendo y nos preguntaban: “¿cómo querrán la langosta: hervida o a la brasa? ¿Cuántas langostas por persona?”.

No había término medio: si ibas a un banco y cambiabas oficialmente te arruinabas a las pocas horas. Si cambiabas en el mercado negro te volvías rico de repente. Recuerdo que mandé decenas de kilos en libros a mi casa que todavía hoy guardo a precios menos que simbólicos. Lo más caro en aquellos años era llamar a casa desde cualquier lugar. Te cobraban cantidades altísimas por conversaciones de tres minutos. Desde Nicaragua era una ganga.

Aquel país era el centro neurálgico de la escalada bélica en la fase final de la Guerra Fría. Los sandinistas habían conquistado el poder cinco años antes en julio de 1979. Los principales fundadores de esta guerrilla habían muerto durante la larga guerra contra el dictador Anastasio Somoza, a quien Estados Unidos consideraba un aliado.  De él decían: “es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta.

Había leído mucho sobre Nicaragua durante mis años universitarios y había viajado a ese país para ver con mis propios ojos si era una revolución querida por el pueblo. En aquellos años todo lo que bullía en el país centroamericano provocaba grandes debates en los ambientes universitarios.

Las discusiones se diluían en el esquematismo: o eras sandinista o apoyabas a la contra. Muchos izquierdistas españoles simpatizaban con aquella revolución que había empezado con inteligentes campañas de alfabetización y vacunación. La familia Somoza, que gobernó el país durante décadas, la había convertido  en su finca particular.

Era un testigo privilegiado y además gastaba poco. Pero ya entonces empecé a sentirme indispuesto con algunos comportamientos de los responsables sandinistas. Una noche de excitación etílica por culpa de aquel ron barato que entraba con una facilidad increíble me enfrenté a un alto cargo sandinista que intentaba ligar con una periodista gringa: “La revolución empezará el día en que personas como tú os hagáis cargo de los hijos que habéis tenido con diferentes mujeres en vez de estar hasta altas horas de la madrugada de borrachera en borrachera”. El rostro de aquel prohombre entró en barrena. Con una rapidez sorprendente desenfundó una pistola  y me apuntó a unos centímetros de la cabeza. Por suerte algunos compañeros intervinieron y lo convencieron para que escondiese el arma. Tengo que decir que al día siguiente me pidió perdón con lágrimas en los ojos y me confesó que tenía mucha razón en lo que le dije.

Las elecciones generales del 4 de noviembre de 1984 fueron ganadas por los sandinistas. A los pocos días regresé a El Salvador, presencié las primeras conversaciones de paz en este minúsculo país, viajé por Guatemala, Belice y México y regresé a España a las puertas de la Navidad.

En mayo de 1989 regresé a Nicaragua. Quería preparar un reportaje sobre el décimo aniversario del triunfo revolucionario. Los precios ya no eran los mismos, pero podías alquilar una minúscula habitación por dos dólares y comer por unos centavos. Para los que teníamos presupuestos muy bajos aquel país seguía siendo muy asequible.

Por primera vez en mi vida fui contratado por El País para realizar un reportaje gráfico para su dominical. Se trataba de fotografiar a los Chamorro, prototipo de familia burguesa tan dividida como estaba el país. Violeta era la madre y jefa de este clan que había prohibido hablar de política a sus cuatro hijos cuando se reunían los domingos para comer.

Durante un par de días la fotografíe y me comprometí a regalarle algunas imágenes cuando regresase al país. “Cuántas fotos me estás tirando. Yo que le doy a mis fotógrafos del diario la Prensa un rollo de película para toda la semana”, me comentó un día. Me encantaba pasear por su casa repleta de recuerdos con retratos de su marido asesinado por orden de Somoza por todas partes.

Era de una ingenuidad embaucadora, cariñosa cuando hablaba de sus hijos o adláteres, vehemente cuando se refería a los sandinistas, incapaz de pronunciar una sola reflexión de peso cuando se le preguntaba sobre economía o los grandes temas políticos.

Faltaban entonces menos de un año para las elecciones generales de febrero de 1990 y nadie en sus cabales había pensado en esta viuda para liderar la coalición antisandinista. Unos meses después fue nombrada candidata presidencial. Los sandinistas cometieron un grave error estratégico al no tomarla en serio. Pero ella ganó por goleada con una promesa: acabar con el servicio militar obligatorio y firmar la paz con la Contra.

 

Terror colectivo en Chile

25 años de periodismo e independencia


Publicado el 25 marzo 2012 por Gervasio Sánchez


La primera vez que llamé a Heraldo de Aragón para ofrecer mis reportajes me sorprendió la celeridad con la que me citaron. Estaba acostumbrado a la arrogancia de responsables de la prensa madrileña y barcelonesa que nunca tenían tiempo para visionar los trabajos de los periodistas desconocidos.

Me recibió su subdirector, José Luis Trasobares, poco después de haberle explicado por teléfono la razón por la que solicitaba una entrevista. Leyó mis reportajes realizados en Chile y me dijo: “Me gustan, vamos a publicarlos y pagártelos”. Era marzo de 1987 y empezaba una relación que este jueves cumplirá 25 años.

El Papa Juan Pablo II viajaba unos días después al Chile del dictador Augusto Pinochet. Había pasado tres meses en el país austral y escrito dos reportajes, “El Chile que no verá Juan Pablo II” y “Así golpea Pinochet”. Eran muy largos porque en aquel diario sábana cabían muchas líneas (años más tarde los caracteres hicieron acto de presencia). Si el lector tenía la paciencia de leerlos podría enterarse de los entresijos de uno de los regímenes más nefastos del Cono Sur.

Unas semanas antes me había instalado en Zaragoza por “imperativo del amor”, tal como lo describió el gran Alfonso Zapater en una entrevista posterior. Hasta entonces la capital aragonesa era simplemente una ciudad fantasma que había atravesado una madrugada de finales de los años setenta camino de San Gregorio para realizar unas maniobras de fuego real con la bandera paracaidista en la que hice el servicio militar. Sólo en dos países he pasado más frío que en la estepa siberiana aragonesa: Bosnia-Herzegovina y Afganistán.

Un día pregunté a un amigo que me describiera los diarios que en aquel tiempo se vendían en Aragón. “Hay uno progresista (El Día) que vende poco y otro liberal de larga trayectoria (Heraldo de Aragón) que llega a los puntos más alejados de la comunidad y que lo lee todo el mundo”, fue su resumen.

Pensé que lo mejor era publicar las cuitas de los chilenos en el diario líder de audiencia. Además, ¿de qué servía publicar los desastres de Pinochet en un diario comprado por progresistas? Era más interesante llegar a un público de todo tipo de ideologías, incluidas aquellas personas que podían simpatizar con el pinochetismo. Quizá también tuvo que ver el ego del autor: prefería  que me leyese el mayor número de lectores.

Hace unos meses le comenté a Mikel Iturbe, director de Heraldo de Aragón, que podría ser una buena idea desempolvar aquellos artículos primerizos y contar a los lectores todo aquello que no aparece en los textos. Explicar cómo se planifica una cobertura, los problemas que surgen al poco de aterrizar en un país alejado miles de kilómetros de tu casa, cómo se consigue atravesar las líneas en una zona conflictiva, cómo transmitíamos hace dos décadas y media. Es decir, la sal y la pimienta del periodismo, el condimento que hace que una historia tenga más trascendencia que otra.

A mi director le pareció una excelente idea y eso es lo que vamos a hacer en los próximos meses. Cada domingo escogeremos una de mis crónicas, reportajes, artículos de opinión, entrevistas realizadas en los últimos 25 años y contaremos a los lectores cómo es la trastienda de una historia que quizá se haya perdido en la desmemoria colectiva, pero que en su momento fue resaltada en su portada y que supuso una demostración palpable de que la prensa regional española puede ser tan competitiva como la nacional.

Empezaremos por las guerras centroamericanas de El Salvador, Nicaragua y Guatemala y los conflictos de Colombia, Perú, Chile en los años ochenta.  Seguiremos con la guerra del Golfo de 1991 y los conflictos balcánicos que convirtieron la antigua Yugoslavia en un matadero. Continuaremos con las tragedias africanas de Ruanda, Somalia, Sudán, Liberia, Sierra Leona, República Democrática del Congo. Afganistán, Irak, Camboya, Oriente Medio, Timor Oriental tendrán un gran peso específico. Incluiremos los proyectos fotográficos y documentales Vidas Minadas y Desaparecidos que me han permitido asomarme a más de una docena de países en los últimos quince años.

Heraldo de Aragón es uno de los escasos diarios regionales de todo el mundo que ha mantenido un interés permanente por la información internacional y ha contribuido con su apoyo a que este humilde informador haya llegado a lugares imposibles para la mayoría de los periodistas que no cuentan con el apoyo de los grandes medios de comunicación.

Siempre he dicho que aprendí a escribir para equilibrar la balanza económica de coberturas que suelen ser muy caras. Sin el espacio que ha otorgado este diario a mis reportajes no hubiera podido mantenerme en esta especialidad durante un cuarto de siglo. Y si hubiese trabajando para cualquier otro medio no me queda la menor duda de que mi independencia hubiese sido socavada a las primeras de cambio.

Los textos nuevos serán publicados en el diario cada domingo acompañados de fotografías de la época,  y el texto de referencia, escrito hace años, podrá ser consultado en la web de Heraldo de Aragón en el blog Los Desastres de la Guerra. Los lectores podrán mandar sus comentarios a la web o a la sección de cartas al director.

Hemos decidido utilizar el blog Los Desastres de la guerra que inicié el 1 de enero de 2009 porque Francisco de Goya dedicó cinco años de su vida (1810-1815) para realizar la mayor aproximación de toda la historia del arte al descomunal sufrimiento y el dolor que provoca las guerras y a la incapacidad de los seres humanos para vivir sin ellas.


ESTADO DE SITIO EN SANTIAGO


Mi primer viaje a Chile duró tres meses. Empezó el 5 de noviembre de 1986 y finalizó el 4 de febrero de 1987. Volé con las líneas aéreas paraguayas vía Asunción e iba acreditado para un diario tarraconense llamado Catalunya Sud. Llegué a un país bajo Estado de Sitio y toque de queda. Dos meses antes el dictador Augusto Pinochet había sufrido un atentado del que había salido ileso milagrosamente.

Pero apenas había presencia militar en el aeropuerto. Me sorprendió el orden general y la exquisitez como que me trató el policía del control de pasaportes. Cuando le dije que era periodista me informó que tenía que presentarme en la Dirección Nacional de Comunicaciones lo antes posible para acreditarme ante el gobierno chileno.

La junta militar chilena encabezada por Augusto Pinochet en una parada militar en Valparaiso.
Fotografía de Gervasio Sánchez

Conseguí una habitación en el hotel España, me di una ducha y salí a pasear por la Plaza de Armas. Quería ve con mis propios ojos aquella ciudad convertida en la capital del crimen pinochetista. En una esquina me topé con un cartel sorprendente: “Sáquese la polla”. Después supe que en Chile se denomina polla a la lotería, que la quiniela es la polla gol y que, incluso, hay una polla de la beneficiencia.

La tranquilidad era pasmosa. Algunos vendedores voceaban los nombres de los diarios vespertinos. Patrullas de Pacos, tal como se conocía a la policía militarizada, dispersaban a los grupos de más de cuatro personas. Muchos chilenos se cambiaban de acera para evitar a estos hombres malcarados. Poco antes del anochecer decidí regresar al hotel para dormir de un tirón.

Lo primero que hice al día siguiente fue acreditarme. Recibí una tarjeta que me convertía en corresponsal extranjero en tránsito. Me advirtieron que diese parte si la extraviaba y me recomendaron que la llevase siempre encima para evitar problemas.

La Vicaría de la Solidaridad, que acababa de recibir el Premio Príncipe de Asturias de la Libertad, estaba en un edificio colindante a la Catedral de Santiago. Era el único lugar de Chile donde las fuerzas de seguridad pinochetistas no podían entrar. En sus instalaciones los familiares de los desaparecidos, los ejecutados y los prisioneros políticos se sentían protegidos.

Mi intención era preparar una serie de reportajes que empezaría a publicar unas semanas después. Hablé con varios responsables que me citaron para el lunes siguiente. Una secretaria me aconsejó que me lo tomase con calma. “La dictadura continuará el lunes, no te preocupes. Hay otra periodista española que llegó hace unos días. Se llama Maruja Torres y está alojada en el hotel Carrera. Creo que es famosa”, me informó cuando me despedía. Visto el panorama decidí acercarme al hotel mítico. Desde su terraza habían sido grabadas las imágenes del bombardeo de La Moneda, la residencia presidencial donde se atrincheró el presidente constitucional Salvador Allende, en septiembre de 1973.

Llamé a Maruja a su habitación y no la encontré. Cuando estaba a punto de marcharme escuché la voz de una mujer: “¿Me estás buscando?”. A los pocos segundos de iniciar mi presentación me cortó con gracia: “Me estoy meando. Espérame que voy al baño”.

En pocos minutos congeniamos. “Mañana me voy con unos amigos a Isla Negra a visitar la casa de Pablo Neruda. Si te apetece puedes venirte. Hay sitio en el coche”, me ofreció.

Mi tercera jornada en Chile fue una de las más relajadas que pasaría en el país austral durante mis viajes continuos de los años siguientes. Aquel sábado 8 de noviembre de 1987 pude entrar en la casa cerrada de Neruda, pasear por su biblioteca, husmear en sus rincones favoritos. Sentir la belleza de un lugar mágico ventilado por una brisa aún fría aunque estábamos en plena primavera. Y como colofón Maruja nos invitó a una mariscada.

Los días posteriores empecé a conocer a personas que serían imprescindibles en mi vida profesional durante los siguientes 25 años. Sola Sierra, Carmen Vivanco y Viviana Díaz eran familiares de desaparecidos. Ellas me introdujeron en aquellos ambientes opositores y me mantuvieron informado de los actos de protesta que se organizaban en las calles.

Protesta de familiares de desaparecidos en el centro de Santiago. Fotografía de Gervasio Sánchez

Para evitar filtraciones los periodistas teníamos que llamar a unos números de contacto media hora antes de que empezase la protesta para concretar el lugar exacto de la cita. Los fotógrafos esperaban camuflados entre los ciudadanos y empezaban a disparar las cámaras en cuanto se producía el primer griterío. Los Pacos tardaban muy poco en llegar y casi siempre utilizaban la fuerza bruta para disolver los grupos de manifestantes formados en su inmensa mayoría por mujeres de edad media. “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”, era una de las principales consignas.

Un día había decidido ya marcharme cuando una patrulla me dio el alto y me llevaron retenido a un autobús policial sin atender mis quejas. Estuve allí unos 20 minutos hasta que llegó el oficial. Al enseñarle mi acreditación me ordenó que me marchara. Como no tenía ninguna cita regresé al hotel.

“Estás vivo, Gervasio. Gracias a Dios”, me asaltó Lucho Toro,  miembro del equipo jurídico de la Vicaría de la Solidaridad a la mañana siguiente. Al ver mi cara de sorpresa me explicó que la esposa de un desaparecido había denunciado mi detención. Para hacer más creíble el relato lo exageró bastante. Los Pacos me habían golpeado y trasladado casi a volandas.

Alarmados los abogados de la Vicaría habían llamado al ministro del Interior que les negó varias veces la detención de un periodista extranjero. La ola empezó a crecer y el gobierno chileno recibió una petición oficial de la Embajada de España y de Amnistía Internacional desde Londres para que se investigase mi desaparición. También apareció en un recuadro en The New York Times.

Aquello era una locura aunque obedecía al miedo a que se volviese a producir un caso similar al de José Carrasco. Este periodista había sido asesinado la noche del atentado a Pinochet por un grupo armado que había salido a la calle a matar a opositores para vengar la muerte de cinco escoltas del dictador. Su cadáver apareció con trece balazos en la cabeza.

Mis primeros textos los publique en Cataluña Sud a partir del 23 de noviembre de 1987. El 10 de diciembre otro reportaje aparecía con el título: “Chile no quiere ser un pueblo de desaparecidos”. A mediados de enero de 1987 escribí un serial titulado “El año que Chile vivió peligrosamente” pocos días después de que finalizase el año del cometa Halley. El primer texto llevaba un título vistoso: “La dictadura de Pinochet sigue firme pese a las presiones internacionales”.

Dediqué jornadas maratonianas a visitar las poblaciones marginales de la capital, donde vivía un millón y medio de personas en condiciones extremas. Todo este material lo fui guardando y sirvió para publicar varios meses después en Heraldo de Aragón mi primer reportaje “EL Chile que no verá Juan Pablo II” dos días antes del inicio de su polémico viaje.