Juan José Millás - El País 29 JUN 2012
En un mundo agobiado por la devaluación del euro, por el agujero de ozono y la desaparición de especies animales, por la pérdida en general, aún no hemos entonado un miserere por el cierre de los quioscos de prensa. Y se cierran todos los días, mayormente al ritmo de la jubilación de sus dueños.
Salía uno ayer mismo del dentista de pago, valga la redundancia, y el quiosco en el que compraba EL PAÍS para leerlo minuciosamente en la cafetería de la esquina, bajo los efectos del virtuoso Nolotil, había desaparecido de la acera. Se acercaba uno, incrédulo, al lugar del crimen, por si se tratara de un problema de la vista, y donde hasta ayer había un quiosco, con su matrimonio de quiosqueros dentro, había un hueco rojizo, hinchado, un poco sangrante todavía, como el que queda en la encía tras la extracción de una muela del juicio. Un hueco por el que uno pasaba la vista obsesivamente, como la punta de la lengua por el empaste, sin que el puesto de periódicos volviera a manifestarse siquiera fuera en su versión fantasma. Y miraba uno alrededor, en busca de otro, pues su dentista se encuentra en una zona de mucho paso, y no veía ninguno, aunque si caminaba unos metros observando atentamente el firme, descubría más huecos sin cicatrizar resultantes de la extracción indolora de otros quioscos que se extendían hasta hace poco por el barrio. Se habían quedado las aceras desdentadas. Y ni un miserere, ya decimos, ni una misa de funeral por todas esas revistas y periódicos de papel en los que uno se demoraba como un niño ante un escaparate de golosinas antes de decir este y este y estas dos revistas y también este libro que se me escapó en su día.
De todos los fármacos eliminados por Ana Mato del catálogo de la Seguridad Social, el único que no necesitaré son las lágrimas artificiales. He vuelto a llorar de forma natural.