MANUEL VICENT - El País 1 SEP 2013
1977. El Congreso de los Diputados, aquel verano de 1977, tenía la emoción de la nave zarandeada por una marea que nadie sabía el derrotero que iba a tomar. La mayor parte de los pasajeros eran políticos jóvenes e inexpertos y cada uno a su manera esperaba que la libertad fuera un asa de viento de la que agarrarse. En la cubierta de esa nave también se paseaban fantasmas del pasado, de uno y otro bando, salidos del mismo vientre de la dictadura o llegados del exilio y de la clandestinidad. Dolores Ibárruri parecía una madre ibérica, durmiente, poseída por un luto de piedra; Rafael Alberti con el pelo de huevo hilado, gorra marinera y camisola con palmeras tropicales, aposentado en su escaño soñaba con caracolas; Santiago Carrillo era el genio burlón, odiado por su pasado y temido por su futuro. Cuando en los primeros días de la democracia estos personajes, cuyos rostros estaban asociados a la Guerra Civil, se cruzaban en los pasillos o en el bar del Congreso con Manuel Fraga, López Rodó, Fernández de la Mora o con cualquier teniente general de paisano, carátulas del franquismo, el aire se llenaba de ese silencio que en el poblado del Oeste precede al desafío entre dos vaqueros con la mano en la culata. Unos meses después tomaban juntos café y compartían las ensaimadas.
Aventura significa estar a merced del viento. La salida del franquismo requería un aventurero con la buena estrella necesaria para gobernar un vendaval que nadie sabía a qué suave bahía mandaría aquella nave o contra qué acantilado la iba a estrellar. Adolfo Suárez tuvo todas las características del héroe: se puso al frente de una empresa cuyo final desconocía; dio la talla cuando el destino le impuso un acto de valor ante los cuatreros del 23-F; fue traicionado y abandonado por sus correligionarios y finalmente perdió la memoria.
Tal vez las nuevas generaciones, que también navegan ahora en la misma desmemoria de Adolfo Suárez, ignoran cómo fue aquello. Al inicio de la Transición, aquel verano de 1977, la euforia democrática unida a una acracia creativa hizo que los políticos y los periodistas alcanzaran un grado de admiración ciudadana que hoy parece inimaginable. Las Cortes se habían convocado para debatir la Ley de la Reforma Política, que una vez embarrancada se convirtió sobre la marcha en el debate de la futura constitución democrática, un hecho histórico que Suárez simuló que se le ocurría, de pronto, ante una tortilla de dos huevos de pie en la barra del Congreso. Todo tenía un aire de improvisación, entre miedo y coraje, en medio de ruidos de sables y apaños por debajo de la mesa. Aquellos políticos tal vez mediocres, audaces, talentosos y timoratos tenían una fe ciega en un futuro mejor y se pusieron de acuerdo tácitamente para dar lo más positivo de sí mismos con tal de estar a la altura de la historia. Felipe González con su aire de joven agreste, Alfonso Guerra con su lengua de navaja, el liberal kennediano Joaquín Garrigues, el socialdemócrata Paco Fernández Ordoñez, el sabelotodo Herrero de Miñón, el abacial profesor Tierno, eran figuras atractivas que se amasaron con comunistas históricos, con falangistas de camisa blanca, democristianos al baño maría y franquistas engallados, de modo que cada sesión de aquellas Cortes Constituyentes era un salto en el vacío. La prensa tenía entonces un prestigio indudable, puesto que jugó una baza decisiva por la libertad en momentos de mucho peligro. Cuando la democracia aún era una fiesta algunas cronistas parlamentarias y políticos demócratas se hicieron amantes y los periodistas de cualquier medio navegaban juntos las noches en Oliver y Carrusel e incluso eran amigos.
2013. Ciertamente aquella primera Transición sin ruptura, conducida por UCD y PSOE, que Carrillo sostuvo sobre sus anchas espaldas, fue lo más parecido a una tienda de todo a cien. La forma precaria de sacar la carreta de la charca franquista produjo luego mucho desencanto, pero semejante frustración no es nada si se compara con el desprecio que la mayoría de los ciudadanos siente hoy en general hacia la política y el periodismo. Puede que aquellos políticos y periodistas, cuya imagen ha edulcorado el tiempo no fueran nada del otro mundo, pero ninguno se comportó como un canalla, una afirmación que no se sostiene ahora. La monarquía, entonces respetada, está hoy a las patas del caballo, el Congreso de los Diputados, que albergó el nacimiento de la libertad, debe ser protegido por guardias acorazados ante el cerco de jóvenes indignados y la hidra de la corrupción con sus siete cabezas ha comenzado a pudrir de raíz a las instituciones hasta constituirse en la forma sustancial de la democracia. Los líderes de cada bando se navajean para defender su parcela y la mediocridad de pensamiento se ve acrecentada por la forma pedestre de expresarlo en la tribuna. Gran parte de la prensa dispersa en el gallinero de las tertulias comparte con la política el africanismo, que convierte al adversario en enemigo a merced de banderías y del odio personal. Salgan a ver el cortejo: es el carro de la basura cargado de políticos y periodistas que va hacia el vertedero.
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