jueves, 26 de septiembre de 2013

Vivir con la mentira

Maruja Torres 25.09.2013 eldiario.es


La mentira se ha instalado entre nosotros como una mofeta de compañía. Al principio, su fetidez nos producía náuseas. Poco a poco nos hemos ido acostumbrando. Además, tiene un bonito pelo, ¿no les parece?

Sin embargo, en las últimas veinticuatro horas se han pronunciado oficialmente dos frases sinceras. Una, cuando el cirujano de Su felizmente operada Majestad dijo, como al desgaire, que "yo no sé cuáles son las actividades de un rey" (cito de memoria). Me quedé noqueada, consciente de que acababa de escuchar la única verdad del día.

Error: faltaba otra. Ocurrió cuando Rajoy en Nueva York levó el ancla de su cerebro para soltar un hilillo: "Eso no nos lo planteamos hacer". Se refería a los cambios de la Consti para otorgarle al heredero más representación, en un probable futuro de quirófanos y convalecencias.

Es obvio que lo del primero era un rasgo aclaratorio propio del sentido común y proveniente, por más señas, de un hombre que no vive en España, no contaminado. Pero lo del presidente fue como el yang de su yin, el reverso exacto de la única frase honesta pronunciada por él con anterioridad: aquel insistente "Vamos a hacer lo que tenemos que hacer" que todavía me hiela la sangre, visto lo visto y lo que queda por ver. Estas dos sentencias suyas le definen. O mejor dicho, con esas palabras queda firmada nuestra sentencia.

Hacer lo que dijo que tenía que hacer para que empiecen a llamarnos el Pueblo Elegido para Ser Sometido (lo de Grecia puede ser más brutal; lo nuestro es más siniestro), y no tener planeado hacer lo que tal vez sería conveniente que hiciera para que no se monte otro carajal cuando el monarca decaiga aún más, y siga negándose a ser un retirado viviente a la benedictina. Ése es su plan taoísta-mariano.

Vivir con la mofeta está convirtiéndose en una cómoda resignación, y nos deja inertes ante las verdades que matan. En nuestra aceptación del mamífero subyace una verdad terrible. Y es que si ha dejado de apestar es porque ya no nos teme.

Quizá deberíamos sacudirle un par de buenos meneos públicos.


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