ARTURO PÉREZ-REVERTE - XLSEMANAL 14.9.2015
En el año
376 después de Cristo, en la frontera del Danubio se presentó una masa enorme
de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos que buscaban asilo,
presionados por el avance de las hordas de Atila. Por diversas razones -entre
otras, que Roma ya no era lo que había sido- se les permitió penetrar en
territorio del imperio, pese a que, a diferencia de oleadas de pueblos
inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados, esclavizados o
sometidos, como se acostumbraba entonces. En los meses siguientes, aquellos
refugiados comprobaron que el imperio romano no era el paraíso, que sus
gobernantes eran débiles y corruptos, que no había riqueza y comida para todos,
y que la injusticia y la codicia se cebaban en ellos. Así que dos años después
de cruzar el Danubio, en Adrianópolis, esos mismos godos mataron al emperador
Valente y destrozaron su ejército. Y noventa y ocho años después, sus nietos
destronaron a Rómulo Augústulo, último emperador, y liquidaron lo que quedaba
del imperio romano.
Y es que
todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado. Que gobernantes
irresponsables nos borren los recursos para comprender. Desde que hay memoria,
unos pueblos invadieron a otros por hambre, por ambición, por presión de
quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y todos, hasta hace poco, se
defendieron y sostuvieron igual: acuchillando invasores, tomando a sus mujeres,
esclavizando a sus hijos. Así se mantuvieron hasta que la Historia acabó con
ellos, dando paso a otros imperios que a su vez, llegado el ocaso, sufrieron la
misma suerte. El problema que hoy afronta lo que llamamos Europa, u Occidente
(el imperio heredero de una civilización compleja, que hunde sus raíces en la
Biblia y el Talmud y emparenta con el Corán, que florece en la Iglesia medieval
y el Renacimiento, que establece los derechos y libertades del hombre con la
Ilustración y la Revolución Francesa), es que todo eso -Homero, Dante,
Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire- tiene fecha de caducidad y se
encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de sostenerse. De defenderse. Ya
sólo tiene dinero. Y el dinero mantiene a salvo un rato, nada más.
Pagamos
nuestros pecados. La desaparición de los regímenes comunistas y la guerra que
un imbécil presidente norteamericano desencadenó en el Medio Oriente para
instalar una democracia a la occidental en lugares donde las palabras Islam
y Rais -religión mezclada con liderazgos tribales- hacen difícil la
democracia, pusieron a hervir la caldera. Cayeron los centuriones -bárbaros
también, como al fin de todos los imperios- que vigilaban nuestro limes.
Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos
de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen ahora oleadas de desesperados,
vanguardia de los modernos bárbaros -en el sentido histórico de la palabra- que
cabalgan detrás. Eso nos sitúa en una coyuntura nueva para nosotros pero vieja
para el mundo. Una coyuntura inevitablemente histórica, pues estamos donde
estaban los imperios incapaces de controlar las oleadas migratorias, pacíficas
primero y agresivas luego. Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad
fueron vencidos, se transformaron o desaparecieron. Y los pocos centuriones que
hoy quedan en el Rhin o el Danubio están sentenciados. Los condenan nuestro
egoísmo, nuestro buenismo hipócrita, nuestra incultura histórica, nuestra
cobarde incompetencia. Tarde o temprano, también por simple ley natural, por
elemental supervivencia, esos últimos centuriones acabarán poniéndose de parte
de los bárbaros.
A ver si nos
enteramos de una vez: estas batallas, esta guerra, no se van a ganar. Ya no se
puede. Nuestra propia dinámica social, religiosa, política, lo impide. Y
quienes empujan por detrás a los godos lo saben. Quienes antes frenaban a unos
y otros en campos de batalla, degollando a poblaciones enteras, ya no pueden
hacerlo. Nuestra civilización, afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La
mala noticia es que nos pasamos de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus
ejércitos que sean oenegés, no fuerzas militares. Toda actuación vigorosa -y
sólo el vigor compite con ciertas dinámicas de la Historia- queda descartada en
origen, y ni siquiera Hitler encontraría hoy un Occidente tan resuelto a
enfrentarse a él por las armas como lo estuvo en 1939. Cualquier actuación
contra los que empujan a los godos es criticada por fuerzas pacifistas que, con
tanta legitimidad ideológica como falta de realismo histórico, se oponen a eso.
La demagogia sustituye a la realidad y sus consecuencias. Detalle
significativo: las operaciones de vigilancia en el Mediterráneo no son para
frenar la emigración, sino para ayudar a los emigrantes a alcanzar con
seguridad las costas europeas. Todo, en fin, es una enorme, inevitable
contradicción. El ciudadano es mejor ahora que hace siglos, y no tolera cierta
clase de injusticias o crueldades. La herramienta histórica de pasar a cuchillo,
por tanto, queda felizmente descartada. Ya no puede haber matanza de godos. Por
fortuna para la humanidad. Por desgracia para el imperio.
Todo eso
lleva al núcleo de la cuestión: Europa o como queramos llamar a este cálido
ámbito de derechos y libertades, de bienestar económico y social, está roído
por dentro y amenazado por fuera. Ni sabe, ni puede, ni quiere, y quizá ni debe
defenderse. Vivimos la absurda paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso
de aplaudirlos, y al mismo tiempo pretender que siga intacta nuestra cómoda
forma de vida. Pero las cosas no son tan simples. Los godos seguirán llegando
en oleadas, anegando fronteras, caminos y ciudades. Están en su derecho, y
tienen justo lo que Europa no tiene: juventud, vigor, decisión y hambre. Cuando
esto ocurre hay pocas alternativas, también históricas: si son pocos, los
recién llegados se integran en la cultura local y la enriquecen; si son muchos,
la transforman o la destruyen. No en un día, por supuesto. Los imperios tardan
siglos en desmoronarse.
Eso nos mete
en el cogollo del asunto: la instalación de los godos, cuando son demasiados,
en el interior del imperio. Los conflictos derivados de su presencia. Los
derechos que adquieren o deben adquirir, y que es justo y lógico disfruten.
Pero ni en el imperio romano ni en la actual Europa hubo o hay para todos; ni
trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios confortables. Además, incluso
para las buenas conciencias, no es igual compadecerse de un refugiado en la
frontera, de una madre con su hijo cruzando una alambrada o ahogándose en el
mar, que verlos instalados en una chabola junto a la propia casa, el jardín, el
campo de golf, trampeando a veces para sobrevivir en una sociedad donde las
hadas madrinas tienen rota la varita mágica y arrugado el cucurucho. Donde no
todos, y cada vez menos, podemos conseguir lo que ambicionamos. Y claro. Hay
barriadas, ciudades que se van convirtiendo en polvorines con mecha retardada.
De vez en cuando arderán, porque también eso es históricamente inevitable. Y más
en una Europa donde las élites intelectuales desaparecen, sofocadas por la
mediocridad, y políticos analfabetos y populistas de todo signo, según sopla,
copan el poder. El recurso final será una policía más dura y represora,
alentada por quienes tienen cosas que perder. Eso alumbrará nuevos conflictos:
desfavorecidos clamando por lo que anhelan, ciudadanos furiosos, represalias y
ajustes de cuentas. De aquí a poco tiempo, los grupos xenófobos violentos se
habrán multiplicado en toda Europa. Y también los de muchos desesperados que
elijan la violencia para salir del hambre, la opresión y la injusticia. También
parte de la población romana -no todos eran bárbaros- ayudó a los godos en el
saqueo, por congraciarse con ellos o por propia iniciativa. Ninguna pax
romana beneficia a todos por igual.
Y es que no
hay forma de parar la Historia. «Tiene que haber una solución», claman
editorialistas de periódicos, tertulianos y ciudadanos incapaces de comprender,
porque ya nadie lo explica en los colegios, que la Historia no se soluciona,
sino que se vive; y, como mucho, se lee y estudia para prevenir fenómenos que
nunca son nuevos, pues a menudo, en la historia de la Humanidad, lo nuevo es lo
olvidado. Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución; que a veces las
cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley natural: nuevos tiempos,
nuevos bárbaros. Mucho quedará de lo viejo, mezclado con lo nuevo; pero la
Europa que iluminó el mundo está sentenciada a muerte. Quizá con el tiempo y el
mestizaje otros imperios sean mejores que éste; pero ni ustedes ni yo estaremos
aquí para comprobarlo. Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese trayecto sólo
hay dos actitudes razonables. Una es el consuelo analgésico de buscar
explicación en la ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es
imposible, al menos comprender por qué todo se va al carajo. Como ese romano al
que me gusta imaginar sereno en la ventana de su biblioteca mientras los
bárbaros saquean Roma. Pues comprender siempre ayuda a asumir. A
soportar.
La otra
actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes pensando en los hijos y
nietos de esos jóvenes. Para que afronten con lucidez, valor, humanidad y
sentido común el mundo que viene. Para que se adapten a lo inevitable,
conservando lo que puedan de cuanto de bueno deje tras de sí el mundo que se
extingue. Dándoles herramientas para vivir en un territorio que durante cierto
tiempo será caótico, violento y peligroso. Para que peleen por aquello en lo
que crean, o para que se resignen a lo inevitable; pero no por estupidez o
mansedumbre, sino por lucidez. Por serenidad intelectual. Que sean lo que
quieran o puedan: hagámoslos griegos que piensen, troyanos que luchen, romanos
conscientes -llegado el caso- de la digna altivez del suicidio. Hagámoslos
supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo nuevo y
mejorarlo; pero no los embauquemos con demagogias baratas y cuentos de Walt
Disney. Ya es hora de que en los colegios, en los hogares, en la vida, hablemos
a nuestros hijos mirándolos a los ojos.